IV - Peitolobo

 


Extracto de LA CASA DE LAS MUÑECAS ROTAS, novela negra escrita por FERNANDO DEL RÍO

Adoraba las calles estrechas de la enrevesada ciudad vieja. Más aún cuando, como aquella noche, sus piedras mojadas brillaban a la amarillenta luz de las farolas acorraladas por las atolondradas polillas. Caminaba con la cabeza alta y balanceándose de un lado a otro como si en toda su holgura le perteneciesen. Borró de un charco con una resuelta pisada el reflejo de la luna abriéndose paso entre las nubes y, con un golpe de mirada, observó el suyo, fugaz, en el cristal roto de una ventana con sus contras verdes de madera cerradas desde que los hijos del viejo que a ella se asomaba todas las mañanas lo habían encerrado en un asilo. Silbaba sin importarle despertar a los pocos vecinos que aún no habían huido a viviendas menos húmedas, pero también más vulgares, de alguna urbanización en las afueras. Podía recorrer con los ojos cerrados aquel laberinto de callejuelas y consentía que los pies lo condujesen espontáneamente a su destino. Aquellas eran sus calles y se sentía seguro, pero, aunque no lo aparentaba, caminaba con ansia. Necesitaba meterse antes de que el mono le pusiese la piel de gallina. 

Había quedado con el camello delante de las oficinas abandonadas de la Seguridad Social. El traficante aguardaba apoyado en la puerta chapada del local vacante. Cruzaba las piernas exhibiendo unas presuntuosas zapatillas deportivas mientras fumaba un cigarrillo y miraba a un lado y otro vigilando la calle desierta. Al divisarlo, tiró el cigarrillo usando el pulgar y el corazón a modo de catapulta y fue a su encuentro.

—Pedazo de mierda, llegas tarde. —Cierto. Más de media hora. La batería del móvil había claudicado y no había podido avisarlo.

—Lo siento, neno, ya sabes, siempre aparece algún lío.

—¿Traes mi pasta?

Le entregó un arrugado billete de veinte euros y el camello, sin molestarse en alisarlo, lo guardó. A cambio, recibió  una papelina.. Tú me das, yo te doy. Así es el mercado de lo prohibido en las calles: un inmediato ud do est en el que nadie se fía ni de su sombra. Al palpar la papelina, retorció compulsivamente la muñeca. Lo hacía siempre que sentía el caballo cerca. Aún lo estaba guardando en el bolsillo de su roñoso  anorak cuando oyó una voz que no presagiaba nada bueno.

—¡Peitolobo!

Si le hubiesen preguntado a quien no  deseaba ver aquella noche ni en pintura, hubiese respondido que a aquel barbudo gordinflón que caminaba como un pato pero era sibilino como una serpiente e hijo de puta como el más cabrón de todos los demonios del infierno.

—Te echaba de menos —silbó la sierpe.

Pensó en huir, pero enseguida renunció al advertir que por el otro lado de la calle aparecía un larguirucho de melena pajiza y gruesas gafas de pasta con una sonrisa ladeada y andares de vaquero. Diríase que de su cintura colgaban las cabelleras aún sangrantes de media docena de indios.

—Lo siento, tío —dijo el camello—.  No tenía alternativa.

Después de las disculpas, el camello salió disparado y se desvaneció en la penumbra. Su vida sería tanto más feliz, cuanto más alejado se mantuviese de aquellas sabandijas. Ya había encajado un par de buenas hostias antes de delatar al yonqui y, si no quería apañar otras tantas, mejor poner pies en polvorosa. Peitolobo observó resignadamente como se escabullía. No cargaría la emboscada en su cuenta. Él hubiese hecho lo mismo.

—¿Qué coño queréis? —preguntó Peitolobo.

—Darte las buenas noches, tontín —respondió el pelopaja.

El barbudo completó la sorna:

—Y acurrucarte mientras disfrutas del jaco que acabas de pillar.

—Muy bien, tíos, pues adiós. ¡Hala! Ya me largo. Que tengáis una buena noche vosotros también.

Echó a andar, pero ya se olía que zafarse de las garras de aquellas dos alimañas con traje y pistola no iba a resultar tan fácil. No se equivocó. El barbudo le echó el guante y le dio una colleja.

—¡Quieto, desgraciado! ¿A dónde crees que vas?

No respondió. No serviría de nada. Hasta que aquellos dos miserables lo autorizasen, no podría ni tragar saliva, así que lo mejor era cerrar la boca y aguardar acontecimientos.

El pelopaja no tardó en darle las instrucciones oportunas:

—Al coche.

Giró la mirada hacia donde señalaba el pelopaja y divisó el coche aparcado a unos escasos cincuenta metros al final de la callejuela peatonal, en la avenida que bordeaba la ciudad vieja. Que lo llevasen al coche no le gustaba nada, así que rompió su compromiso de mantener el pico cerrado e intentó evitar la boca del lobo.

—No es necesario, chicos. Aquí podemos charlar de lo que queráis. No nos oye nadie —dijo Peitolobo forzando una sonrisa y desempolvando su tono azucarado de voz.

El barbudo lo empujó para que espabilase. Tal como esperaba, la labia banal había resultado inútil. No valía la pena resistirse y no lo hizo.

El pelopaja le abrió la puerta trasera y le ordenó que entrase mientras lo agarraba de un brazo y lo empujaba hacia abajo con una mano en la cabeza. Cuando ya estaba a punto de sentarse, el barbudo abrió el maletero e interrumpió la operación:

—¡Espera! Métete aquí.

A Peitolobo no le convenció la idea y se lo hizo saber:

—¡No me jodas, Varela!

Que lo amenazasen y le robasen la heroína resultaba habitual. Incluso que lo llevasen al coche para interrogarlo y darle unas trompadas entraba dentro de su resignada normalidad, pero que lo introdujesen en el maletero resultaba excepcional. No auguraba nada bueno.  

—Mejor que no nos vean con él —explicó el barbudo.

El pelopaja asintió, lo condujo hasta el maletero y le ordenó que entrase. Peitolobo puso algún reparo, pero el barbudo lo amenazó con arrearle un guantazo y arrancarle unos cuantos dientes. La elección no era entrar o no, sino con cuántos dientes prefería hacerlo y decidió llevarse consigo los que aún le quedaban. Mientras se acomodaba en el maletero, el pelopaja le echó una sonrisa de hiena. Luego, cerró y  preguntó por el destino:

—¿A dónde?

—A Punta Cabalo —respondió el barbudo mientras se dirigía al asiento del acompañante.

Aunque con el ánimo turbado por las últimas palabras del barbudo, mientras el viaje discurrió por carreteras asfaltadas, Peitolobo lo sobrellevó plácidamente a pesar de su angosto encierro, pero, cuando tomaron una pista de tierra con más baches que agujeros un coladero, se sintió como un garbanzo en una maraca. Por suerte para sus huesos, no tardaron en llegar.

Detuvieron el coche al lado de una valla metálica que cercaba una gran nave de bloques de cemento amenazada por la maleza y lo sacaron del maletero. Peitolobo reconoció el lugar. Al igual que otros muchos yonquis, lo frecuentaba, pero en verano, cuando estaba seco y caliente. El resto del año florecían las goteras y el frío se colaba por las grietas de los muros. Ni a los gatos les gustaba.

Si aquellos dos canallas estaban emperrados en llevarlo allí una noche de noviembre no era para sorprenderlo con una fiesta de cumpleaños. No habría una tarta esperándolo, así que hizo lo único que se le ocurrió: echar a correr. Todo lo rápido que pudo.

—¡Me cago en sus muertos! —exclamó el barbudo.

El pelopaja no se lo pensó dos veces y lo persiguió. Era rápido y no tardó en alcanzarlo. Se abalanzó sobre él y lo derribó. Las esperanzas de Peitolobo no habían durado más de cincuenta metros.

—Quieto, pececillo —dijo el pelopaja sujetándolo con firmeza en el suelo.

—¡Suéltame! —Peitolobo intentaba revolverse, pero el pelopaja se lo impedía.

—Como vuelvas a escapar te meto tres balas en la espalda y me meo en tu cara mientras suplicas que no te reviente los sesos —lo levantó y lo conminó a deshacer sus pasos—, ¿entendido? —La amenaza era creíble, así que Peitolobo asintió y obedeció.

Bordearon la valla hasta dar con un tramo en el que estaba cortada. Apartaron la rejilla y entraron. Después de avanzar unos pasos llegaron a la nave y el barbudo empujó una portezuela oxidada que se abrió renqueando. La franquearon. Primero, el barbudo con una linterna, luego, Peitolobo y, por último, apuntándolo con una pistola, el pelopaja.

—Bonito chalet —ironizó Peitolobo.

La tímida luz de la luna llena se colaba entre los ladrillos que tapiaban las ventanas y rasgaba la oscuridad del interior de la nave.

—¿Hay alguien ahí? —gritó el barbudo y esperó una respuesta que no llegó—. Sal, vamos, te estoy viendo. —De nuevo el silencio por respuesta—. Parece que no hay nadie —dijo mientras escrutaba la oscuridad con su linterna.

—Espera —dijo el pelopaja—, creo que ahí hay un colchón.

El barbudo buscó con la luz de la linterna el lugar que le indicaba su compañero y no tardó en  encontrarlo. En un rincón, un andrajoso colchón, sobre el que reposaba una manta agujereada y una embrollada revista de coches, cubría el cemento circundado por un puñado de latas vacías de una bebida energética y un ramillete de jeringuillas.

—No tiene sábanas —se mofó Peitolobo para espantar la angustia.

—¡Cállate, escoria! —El barbudo acompañó el regaño con una bofetada con la mano bien abierta que resonó como una campanada en una cúpula de cuarzo—. Acuéstate ahí. —Le señaló el jergón con la linterna.

Peitolobo se esforzaba en aparentar tranquilidad, pero tenía miedo. Mucho. Se hallaba al borde de la histeria. Aquello no marchaba como de costumbre. Era muy diferente. No le habían preguntado nada. No le habían pedido nada. No le habían robado nada. Y solo le habían arreado una trompada. Todo muy extraño.

—Venga, chicos, calmaos. ¿Qué queréis?

—Ver y callar, Peitolobo —dijo el barbudo.

No entendió el significado de aquellas palabras, pero sospechaba que explicaban por qué aquellos dos la habían tomado con él.

—¿De qué estás hablando?

—¡Cierra el pico, bocazas! —El pelopaja lo empujó y Peitolobo cayó sobre el colchón—. Saca los trastos y métete un chute.

Estuvo a punto de hurgar con el dedo meñique en la cera de los oídos. En vez de quitarle la heroína, querían que se la metiese. Toda una novedad. Pero, en la calle, los cambios raramente traen algo bueno. Y le daba que aquella ocasión no era la excepción.

—Será un placer —hablaba para ocultar su miedo—, pero para estas cosillas prefiero un poco de intimidad.

Se sorprendió de conservar el sentido del humor, pero el pelopaja en vez de soltar una carcajada y aplaudir su ingenio lo amenazó mientras le clavaba el cañón de la pistola en el hocico.

—También puedo meterte un tiro.

 El barbudo enseñó una fila de ahusados dientes ambarinos para reírle el juego de palabras a su compinche. Peitolobo los escudriñaba con la intención de adivinar sus propósitos, pero a contraluz sus rostros eran poco más que sombras. Evaluaba sus opciones. Y solo tenía una: obedecer como si fuese un chucho lagotero. Así que sacó los aparejos del bolsillo del anorak y se preparó una inyección de heroína. La pistola del pelopaja no le quitaba la vista de encima y la linterna del barbudo oscilaba registrando la nave en busca de algún invitado indeseado.

—¿Bueno, qué, acabas o qué? —dijo el barbudo enfocándolo con la linterna y removiendo la espesa negrura de una barba que amenazaba con echar raíces en el blanco de los ojos.

—Ya está —dijo Peitolobo.

—Pues, venga, a qué esperas —le instó el pelopaja moviendo la pistola arriba y abajo.

Desconocía las intenciones de aquellos dos, pero deseaba saborear la alazana en sus venas y no se hizo de rogar. Se la inyectó, arrojó la jeringuilla al suelo y se dejó caer en el colchón como si fuese un fardo de plomo; si bien se sentía como una pluma. Tenía la boca seca y le pesaban las piernas, pero era feliz. A pesar de la presencia de aquellos dos canallas, rebosaba dicha.

El pelopaja sacó del bolsillo de la cazadora una jeringuilla y una papelina. Con los aparejos de Peitolobo se preparó él también un chute mientras el barbudo lo alumbraba.

—Tú también —dijo Peitolobo con una sonrisa idiota en la cara.

—Agárralo —dijo el pelopaja mientras golpeaba suavemente la jeringuilla con el dedo y empujaba ligeramente el émbolo para sacarle el aire.

El barbudo se sentó encima de Peitolobo y lo asió firmemente por ambos brazos. Peitolobo intentaba quitárselo de encima sin mucha convicción. Disfrutaba de la dopamina cantándole una zalamera canción de cuna a sus neuronas. En medio del revuelo, el pelopaja logró atarle la goma al brazo y le buscó la vena. No tardó en encontrarla y le inyectó la heroína.

—Pura cien por cien. Tu último viaje —dijo el pelopaja.

Consciente de su suerte, Peitolobo lanzó un improperio mentando a las madres de sus captores. Fue su exigua resistencia. Sin más, enmudeció vencido por el sueño. El barbudo lo soltó y se levantó. Se sacudió el pantalón y se atusó la barba. Después se despidió:

Abur, yonqui de mierda.

No se entretuvieron y agarraron el auto para regocijarse en el coño perfumado de alguna puta antes de volver a casa con sus esposas e hijos. Había sido un trabajo rápido y limpio. En unos días encontrarían el cadáver. Un yonqui más muerto de sobredosis. Otro apunte en las estadísticas.

Esperó a que se hubiesen ido para salir de su escondite en lo que había sido el sumidero de la sangre de cientos de ballenas descuartizadas durante casi un siglo. Levantó la trampilla y asomó la cabeza. De un brinco, impulsándose con los brazos, ascendió al piso y corrió hacia el colchón donde yacía Peitolobo.

 Más información AQUÍ.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El soldado

Frank

El viejo