La madre

 Carbohidratos por la noche, ¿sí o no?

La misma medrosa aurora que diluía la oscuridad transformándola en penumbra caldeaba su piel embarrada. Le dolía y apretó los dientes. Cerró sus resquebrajadas manos labriegas y golpeó la puerta con los nudillos. La madera le devolvió su ronco son. Ninguna otra respuesta. Batió de nuevo. Y de nuevo solo la madera. 

Apartó el cabello sucio que enturbiaba su mirada. Tenía las uñas largas como nunca antes y, aunque había corrido con todas sus fuerzas, no jadeaba. Ya no lo hacía. Miró atrás buscándolo entre los árboles y el tenue fulgor de un charco la obligó a entornar los ojos. No lo vio, pero podía olerlo. Aguzó el oído y oyó sus pasos quebrando la hojarasca. Cada vez más próximos. Avanzaba rápido. Hacia ella. Jaleado por el graznar de los cuervos. 

A pesar de su porfía, no había logrado desembarazarse de él. Había huido de la cueva y, corriendo sin mirar atrás, se había internado en el bosque con la esperanza de esquivar su tenacidad. Se había adentrado en la ciénaga creyendo que no podría seguirla, pero lo había hecho. La había perseguido toda la noche; toda la endemoniada noche. Hasta  el alba. Hasta regresar a donde todo había comenzado. Y una vez allí, consumido el tiempo de las sombras, atrapada entre el resplandor del sol y la obstinación de su perseguidor, solo le quedaba una oportunidad. La última.

Aporreó la puerta con ambos puños y las escasas fuerzas que aún no había agotado. Debía abrirle. Necesitaba que le abriese. Siempre le había obedecido. ¿Por qué no lo hacía aquella noche? Pregunta errada, absurda: tenía sobrados motivos para no hacerlo. Pero era su hija. Y su única salida. La había amamantado, cuidado cuando enferma,  alimentado a costa de su hambre... La había amado. Y, cuando más la necesitaba, le fallaba. Con voz dulzona, interpeló el auxilio de la niña: 

-¡Ábreme, Ionela, por favor!

Alertó los cinco sentidos para detectar cualquier respuesta, por nimia que fuese. No la hubo. Y la necesitaba. ¡Tanto que sí! La noche desertaba, la oscuridad se deshacía y el justiciero se acercaba. Se le erizó la piel. Desesperada, apoyó la cabeza en la puerta. Pero no rezó. No la maldijo. Carecía de sentido. Ya no se hallaba de ese lado, sino del otro. 

Bordeaba la capitulación cuando la leve voz de la niña atravesó la puerta de la cabaña. Solo una vez dijo mamá, pero fue suficiente para reavivar su ánimo. Dilató las pupilas negras y sus ojos se inundaron de sangre. Clavó las uñas en la madera y en un altanero arrebato de tesón arañó la puerta. Luego, giró bruscamente la cabeza y lo divisó saliendo del bosque: corriendo hacia ella, sin descanso, como había hecho toda la noche. Se aprestó a hacerle frente. Rugió y enseñó los dientes. Aunque sabía que carecía de cualquier posibilidad. El agua bendita lo protegía y el sol ascendente se apresuraba en su defensa. Perdió el control y gritó:

-¡Abre la puñetera puerta! 

Lamentó al instante haberse dejado arrastrar por el pánico. Gritando no conseguiría nada. Ni de ningún otro modo. Estaba perdida. Pero, cuando ya podía reconocer la cara de su perseguidor, su hija abrió el postigo. La niña la miraba entre la desconfianza y la confusión. Por fin. Suspiró. 

-Ábreme, cariño, soy mamá.

Los asustados ojos de la pequeña encañonaron lo sangrientos ojos de su madre. La niña rememoró su sonrisa de las tardes de verano, y aunque, intentó arrinconar el recuerdo, evocó la sangre de su hermano pequeño escurriendo por sus labios. Recordó su párvulo cuerpecito, pálido como una fría mañana de invierno, reposando en el regazo de su madre y en su mente resurgió su semblante saciado. 

Apartó fugazmente la mirada de su madre para observar al perseguidor: su padre. No quería disgustarlo. También lo amaba, pero debía comprenderla. Y, aunque se enfadase y la regañase, la perdonaría. Estaba segura. Él la miró sin cesar de correr y, una vez más, se arrepintió de haber sucumbido al ruego de amparo de aquel extranjero que el crepúsculo había guiado a la puerta de su cabaña. Recordó.

Asía un bastón profusamente labrado  y llamó asestando tres mansos golpes con la cabeza de lobo esculpida en su empuñadura nacarada. Alto y delgado, incluso enteco, se cubría con una capa negra y un sombrero de ala ancha que únicamente dejaban al descubierto unos ojos sangrientos de grandes pupilas negras y unas huesudas manos de largos dedos con término en unas uñas afiladas. Su aspecto no prometía nada bueno y no debió haberlo invitado a entrar, pero lo había hecho y el mal se había apoderado de su hogar. Se arrepentía y se lo reprochaba, pero no habría podido negarse, pues aunque se creía dueño de su voluntad, el forastero la manejaba. 

Había rehusado el caldo de patatas y verduras que le ofrecieron arguyendo que aún no tenía hambre. Si bien dijo que comería más tarde; o que se alimentaría, esa fue la palabra que usó. Después de la cena, les contó historias fantásticas de lugares lejanos de los que nunca habían oído hablar. Al acabar de lavar la loza, su esposa se acurrucó a los pies del forastero y posó la cabeza en su muslo. Observó su mirada embelesada y quiso reprocharle su comportamiento, pero algo se lo impidió. Sentado en su mecedora, escuchó mientras fumaba una pipa, pero se adormeció al poco rato. No por cansancio o desinterés, sino por una insólita somnolencia estimulada por la cavernosa voz del forastero. 

Al despertarse en medio de la noche, con las últimas brasas sobreviviendo en el lar, encontró a su esposa tendida en el suelo. La lúgubre palidez campaba por su piel y un tormentoso gris ensombrecía la alegría de sus cabellos trigueños. Al agacharse para tomarle el pulso, advirtió las marcas en el cuello. Nunca había visto nada semejante. Se asustó y dudó. 

Después de un rato largo contemplando absorto en su desgracia el cuerpo inerte de su mujer, se espabiló. Creyéndolos a buen recaudo, dejó a los niños solos en casa y corrió a buscar al cura.  Llegó resollando a la casa parroquial y fue incapaz de pronunciar palabra hasta que finiquitó una jarra de cerveza que le ofreció la criada. Imaginó que el clérigo no creería ni una palabra de lo sucedido, pero no solo se equivocó, sino que lo escuchó con esmero. Su narración atropellada no le impidió percibir como medraba el desasosiego del sacerdote al ir conociendo los hechos.  Aún no había acabado el relato y ya el cura agarraba su capa mientras ordenaba a la criada que ensillase dos caballos para regresar sin dilación a su cabaña.

Azuzaron a las bestias para que volasen, pero, al llegar, el cadáver de su esposa ya no se encontraba a la vera de la lumbre extinta. El alma se le quebró cuando entraron en el cuarto de los niños. Sentada en el lecho y vestida con su camisón de percal, su hija lloraba mientras apretaba el cadáver del bebé contra su pecho. Echó un fragoso quejido, se arrodilló para abrazarla y su desconsuelo manó como una cascada embravecida.

Obviando su duelo, el cura le puso la mano en el hombro y lo instó a levantarse. Lo bendijo y lo conminó a afilar una estaca cuya punta mojaron en agua bendita. No tenía tiempo que perder. Debía ir en busca del ser que una vez había sido su esposa y atravesarle el corazón, si no regresaría a por su hija. Siempre lo hacían. Y debía acabar con ella antes de que se fortaleciese. Aún era débil, pero su poder aumentaría con el paso del tiempo hasta volverse temible. Debía destruirla aquella misma noche.

La encontró en una cueva que usaban habitualmente para abrigar el ganado. La acorraló contra el fondo, pero, cuando ya se aprestaba a clavarle la estaca, el ser leyó en sus ojos la misericordia que el recuerdo de su mujer despertó en él y, aprovechando su debilidad, huyó. Durante unos minutos la frustración lo acogotó, pero se sobrepuso y la persiguió durante el resto de la noche. Sin piedad.   

-¡No abras, Ionela! ¡Por Dios, no lo hagas! -aulló como un lobo hambriento. 

Creyó que su exhortación había surtido efecto y avivó su carrera, pero la niña volvió de nuevo su mirada hacia aquella sonrisa de las tardes de verano y, cuando un recio rayo de sol abrasaba el cuello de su madre y sus cabellos se incendiaban, desatrancó la puerta. Al percatarse, se detuvo en seco, arrojó la estaca al suelo y cayó vencido de rodillas sobre el barro. Antes del anochecer, tenía una esposa y dos hijos. Amanecía y no le quedaba nada. No había podido salvar al bebé y a su esposa, pero había luchado por socorrer a la niña. Bien sabe Dios que lo había hecho. 

−¡No dejes que se la lleve! –susurró mientras cerraba lo ojos esperando un milagro.

Deseaba girarse y disfrutar de la derrota de su perseguidor, pero la inclemencia del sol se lo impedía, así que se olvidó de él y se centró en la niña. La asió de la mano, se relamió y entró.

Visita mi página web para obtener información sobre LA CASA DE LAS MUÑECAS ROTAS, un thriller alimentado por un vendaval de acción, una madeja de intriga y toneladas de mala leche, y sobre LAS EDADES DE LA VIDA, una recopilación de relatos cortos que surcan las aguas de la existencia.

Comentarios

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias! A ver si puede estar pronto. Está en las últimas fases de la edición. Espero que no tarde.

      Eliminar
  2. Me gustó mucho. Mucha suerte con tu novela, por lo de pronto el título me gusta y parece que tiene mucho misterio. Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado. La novela está en edición y espero que salga pronto publicada, pero aún es pronto para decir una fecha.

      Eliminar
  3. Llegué por casualidad a tu blog y me voy satisfecho. Felicidades, tienes entre manos un borrador bien logrado, se nota que lo has trabajado muchísimo.
    Sólo una sugerencia, si me permites: el cambio del punto de vista (cuando pasas de narrar desde la perspectiva de ella a la de él) es demasiado brusco. A mí me costó pillarlo y eso me desenganchó del cuento, que por otra parte iba excelente.
    De cualquier modo, creo que que es un muy buen relato y te felicito por eso.
    Saludos desde Chiapas, México.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado. Veré si puedo meterle mano a lo que apuntas.

      Eliminar
  4. Estupendo relato, gracias Fernando, tienes todos los ingredientes para lograr una buena historia.

    ResponderEliminar
  5. Me gustó; aunque lo siento algo cargado de adjetivos, hipérbatos e hipérboles que, aunque enriquecen la construcción y descripción de los personajes, restan fluidez a los sucesos... Para un relato corto como este, tanta adjetivación es funcional, pero si lo vuelves un cuento largo o un capítulo de novela, sí se sentirá el peso en el estilo.

    Has leído a Stephen King? Te recomiendo Ojos de fuego o Cementerio de animales; ahí notarás cómo el terror se desarrolla en un ambiente cotidiano, casi costumbrista, casi en un día alegre y luminoso. Creo que ese contraste, el narrar cómo el terror llega a apoderarse de un ambiente familiar normal, común y corriente; le daría mucho a tu historia.

    "Asía un bastón profusamente labrado y llamó asestando tres mansos golpes con la cabeza de lobo esculpida en su empuñadura nacarada. Alto y delgado, incluso enteco, se cubría con una capa negra y un sombrero de ala ancha que únicamente dejaban al descubierto unos ojos sangrientos de grandes pupilas negras y unas huesudas manos de largos dedos con término en unas uñas afiladas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, me alegro de que te haya gustado y agradezco tu comentario. Lo tendré muy en cuenta.

      Eliminar
  6. Me encanta, me mantuvo atrapada todo el rato, sigue escribiendo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias y me alegro mucho de que el relato haya logrado llevarte a su terreno.

      Eliminar

Publicar un comentario

No lo olvides: respeto.

Entradas populares de este blog

El soldado

Frank

El viejo