El soldado
La mañana había amanecido alegre y el villorrio campesino bullía caldeado por los animosos rayos de sol de
aquel primaveral domingo de feria. Las risas de las mozas confirmaban que
después del terco invierno las ganas de vivir afloraban. Las cadenciosas
ofertas de los feriantes animaban el trasiego de carretas, personas y bestias y el tropel había convertido la tierra húmeda en un festivo lodazal.
Tiako se había levantado con el alba y
cabalgado cuatro leguas espoleando a su caballo Sandeka para llegar
temprano al mercado. El propósito de comprar una azada para la hacienda
familiar y un ungüento para los cansados huesos de su abuelo no podía
compararse con aquel de pedirle
matrimonio a su amada Makía. Había acudido todos los
exiguos días de invierno a la playa de la Arena Dorada para recoger
las conchas más singulares y hermosas. Con ellas había elaborado un precioso
collar con el que acompañar la petición de mano. Si aceptaba, Makía lo luciría el día de su boda.
Un corro de gente se arremolinaba para
escuchar la airada prédica de un forastero alzado sobre una alpaca de heno. En
primera fila los más jóvenes. En segunda, los casados acompañados de sus
mujeres, más interesadas en el género del comerciante de lienzos que en la verborrea
del predicador ceñudo y harapiento. Ninguneaban su tez morena forjada por el
rigor de la intemperie y recelaban de su mirada garza afilada por las
cuchilladas de la felonía. Ajenos a la perorata, los más viejos conversaban
aprovechando la tierna calidez del sol mañanero.
Tiako, atraído por el bullicio, se
detuvo a unos cuantos pasos del grupo. Guardaba el bálsamo en el zurrón y
portaba ufano la azada que había adquirido por apenas medio pentil de plata
después de un porfiado regateo. A su regreso, su madre lo felicitaría. Debían
administrar bien el dinero. Una peste había provocado la muerte de más de la
mitad de los marranos que criaban para vender en la feria grande de verano y
las tardías heladas habían retrasado la medra de la cosecha. Lo cierto es que,
desde la muerte de su padre, la desgracia se había cebado con su familia y, si la fortuna no mejoraba, el
próximo invierno amenazaba severo.
Su padre había combatido a las órdenes del rey en la Guerra del Segundo Origen. De niño, Tiako le rogaba que le contase historias bélicas, pero él siempre había eludido sus peticiones. A pesar de las negativas, Tiako insistía; con ese empecinamiento chirriante que tienen los críos. Hasta que un día su padre se puso muy serio, tanto como nunca antes, y zanjó la cuestión. Tiako no volvió a preguntar.
Lo echaba mucho de menos. Urku se lo había arrebatado el pasado otoño. Una rara tarde en la que el sol había derrotado a las nubes, salieron al bosque a revisar unas trampas. Su padre se adelantó mientras él intentaba atrapar unos salmones en el río. Urku invocó a la desdicha y una osa acompañada de dos oseznos se cruzó en su camino. La bestia se sintió amenazada y atacó. Lo abrió en canal. Tiako oyó el alboroto y acudió a socorrer a su padre, pero, cuando llegó, su progenitor yacía moribundo los pies de un impertérrito nogal. Recordaba su últimas palabras: «cuida de lo nuestro, hijo». Y había jurado tenerlas siempre presentes.
El verbo del predicador captó su atención y enalteció su ánimo. Sonaban tambores de guerra. Los sárdulos de las estepas del este habían asaltado las minas del rey en las montañas de la frontera oriental y amenazaban con llegar hasta el corazón del reino. Si no detenían su avance, quemarían sus cosechas y les arrebatarían su ganado. Bárbaros infames, pérfidos brutos, alimañas arteras. Tiako hervía.
Habían infringido el tratado de paz firmado un lustro atrás con los embajadores del monarca. Cada equinoccio de invierno, el rey debía entregarles cien jóvenes vírgenes. Siempre había cumplido. Con gran dolor de su pueblo, pero lo había hecho. El pasado otoño, dos muchachas de la comarca habían partido para engrosar el tributo. No alcanzaban los dieciséis. Tiako recordaba el desconsuelo de sus madres y maldijo la crueldad de los sárdulos. Juró venganza.
El predicador tenía razón. Debían
darles un escarmiento. Defender su tierra. Cuidar de lo suyo. Justo lo que le
había dicho su padre antes de morir. Premonitorio. Pero para ello el rey
necesitaba reunir un ejército. Todos los jóvenes del reino debían alistarse. Los que no lo hiciesen no serían dignos
del Kadán, bramaba el predicador.
Los mozos prorrumpieron en gritos de guerra:
—¡A las armas! ¡Muerte a los sárdulos!.
Tiako, enardecido, se sumó a la algarabía. Cegado por el entusiasmo, no se percató de que la encorvada vieja del bosque pasaba a su lado y le dio un leve empujón. La anciana lo miró de reojo y le dedicó una misteriosa sonrisa. Tiako apartó la mirada. Las malas lenguas murmuraban que era bruja y no quería tener nada que ver con ella.
Aunque con gusto hubiese continuado
escuchando al predicador, debía partir. Tenía una cita con Makía en el lago.
Así era todos los días de feria cuando el sol se aproximaba a su cenit. Recogió
su caballo y cabalgó una escasa media legua hasta el lago. La apología marcial del predicador revoloteaba en su mente mezclándose con las palabras de su
padre y agitando la duda. Las cinceladas certezas del amanecer
habían mudado en imprecisas siluetas, lo que al alba era entelequia, había
devenido obligación y el impaciente gozo de la alborada, desasosiego.
Descendió del caballo, lo ató a un
árbol y trepó al enorme peñasco sobre el
que Makía contemplaba el lago. La coqueta montaña ataviada de abetos y prados
se miraba en sus oscuras aguas. Al verlo, Makía le regaló una sonrisa que
iluminó los ojos de Tiako. Este le devolvió otra igual de dichosa aunque
nublada por la zozobra. Durante horas, hasta el atardecer, hablaron, rieron, se
besaron, soñaron, juguetearon, admiraron las nubes, escucharon el viento,
imitaron a los pájaros y arrojaron guijarros al lago.
Tiako se batía en la vacilación. Guardaba el collar en su zurrón y de tanto en tanto lo palpaba. Con
sus yemas sentía las conchas mientras batallaba por tomar una decisión. Optó
por no decir nada y dejar que transcurriesen las horas. Pudo no ser la peor de
las decisiones. Ni la mejor. Pero fue la más cobarde. Aunque sabía que no
volvería a verla por mucho tiempo, calló. Cuando ya el sol se ocultaba tras la
montaña se despidió y tomó su montura. Cabalgó de regreso a casa con las
palabras de su padre sonando como una letanía en su cerebro. Las del predicador eran trompetas.
Se acostó temprano y se levantó mucho
antes que el sol. Preparó un parco hatillo y ensilló a Sandeka. Luego, posó el
equipaje a su vera y permaneció sentado en una rústica banqueta con los codos
sobre la mesa hasta que su abuelo se levantó y se acercó al hogar para reanimar
el fuego.
—¿Vas a algún lado? —preguntó el viejo
mientras removía el pote para los cerdos.
—A la guerra.
El presentimiento de la desgracia se
apoderó de su rostro, pero el viejo no cesó de revolver el caldo.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
—Me iré antes de que se despierte.
Tiako agarró el hatillo y se levantó.
—Este es tu sitio. Debes quedarte —le
advirtió su abuelo.
—Debo cumplir con mi deber. —Tiako endureció el tono y levantó la voz—. No sería digno hijo de mi padre si no lo hiciese.
El
viejo calló y continuó removiendo el caldo.
Tiako se reunió con las huestes del
rey y marcharon exultantes a la batalla. Esperaban una guerra corta y una
victoria fácil. No tuvieron ni una ni otra, sino un tormento largo e
inmisericorde. Dos sangrientos veranos y dos inclementes inviernos. Después de dos
campañas, los sárdulos no solo no se rindieron, sino que se asentaron en las
fértiles tierras de las montañas orientales. Los granjeros desposeídos y sus
familias se arrojaron a los caminos. El rey exprimió a impuestos a sus súbditos
para financiar los gastos de guerra. Agobiados por la pesada carga tributaria y después
de dos años consecutivos de malas cosechas, muchos campesinos empeñaron sus
tierras para sobrevivir y las perdieron. Una multitud famélica inundó el reino
como una gotera llena un barreño. Figuras de combada estampa y cadavérico
rostro vagaban por los caminos acarreando sus míseras pertenencias. Sin
apenas un pedazo de pan que llevarse a la boca. Rapiñaban. Comían hierba.
Cadáveres. Humanos.
Tiako hizo tantos amigos como perdió en
el campo de batalla. Una flecha en el costado estuvo a punto de regalarle también
a él el Kadán. Su caballo Sandeka lo abandonó pronto, murió de hambre y frío el
primer invierno siendo un saco huesos. Se comieron su cadáver. No hizo más de
dos ollas de caldo. En batallas y escaramuzas mató a muchos hombres. A tantos
como habían querido matarlo a él. O a más. O a menos. Da igual. Mató a
mansalva. Saqueó para comer. Ignoró los llantos de chiquillas violadas. Trató a
sus estupradores. Desoyó las súplicas de los hambrientos y desdeñó los quejidos
de los heridos. Cerró la boca. Tapió
los ojos. Blindó el alma y sobrevivió.
No olvidó a Makía, aunque a finales
del primer invierno recibió una carta suya anunciándole que se iba a casar con
otro hombre. Al terminarla, la estrujó y arrojó al río el collar de conchas que
conservaba en el zurrón. No la culpó. Sabía que solo él era el responsable. Su
cobardía lo había condenado. En su misiva, Makia también le contaba lo mucho
que había llorado su madre por su partida. Se dijo que debía comprenderlo:
«lucho por lo nuestro». Era su deber.
Con los recursos del reino
exhaustos, el rey se vio obligado a
firmar la paz. Ataviado de púrpura y oro, arguyó tener las arcas vacías y licenció a sus tropas sin
tan siquiera entregarles una mísera paga para regresar a casa, así que, en los caminos, a la caterva menesterosa se unió la
soldadesca resabiada, vacíos los bolsillos y hueca,
desangrada, el alma. Los veteranos se acuadrillaron para asaltar haciendas y
atracar a los viajeros. El reino se sumió en la incertidumbre.
Tiako arribó a su terruño una lluviosa
mañana de primavera. Marchaba triste. Dos noches atrás, se había despertado
sobresaltado por un insondable grito. Los grandes ojos del búho lo observaban
desde una rama del abedul que le servía de refugio. El animal lo miró un largo rato antes
de emprender el vuelo. Un escalofrío recorrió su cuerpo y su ánimo se turbó. El
alba no lo reanimó y la pesadumbre lo acompañó el resto del viaje.
Al llegar a la aldea, todo seguía
igual, aunque solo en huera apariencia. Los rostros alegres de su partida se
habían tornado tristes y el bullicio jubiloso, silencio. Entró en la taberna.
Dos años antes habría sentido que se inmiscuía en el territorio de los mayores
y habría traspasado la puerta con paso titubeante, pero entonces caminaba resuelto.
El tabernero permaneció quieto, observando su aparición. Conocía al chico que
aquel hombre adusto había suplantado. Solo un anciano dormitaba en un
banco esquinado.
—Ponme un raki —dijo Tiako al llegar a
la barra.
El tabernero agarró una garrafa de
debajo de la barra y se lo sirvió en un
taza chata de barro. Cuando Tiako se disponía a beber, un hombre vestido con pretenciosos
ropajes irrumpió por la puerta de la taberna.
—¡Viva el rey, soldado! —Tiako se
detuvo con la taza a la altura de la barbilla—. Bebamos a su salud —dijo
el desconocido acercándose a la barra.
Con un autoritario ademán ordenó al
tabernero que le sirviese un raki y este obedeció solícito. A Tiako, su tez
morena y sus ojos garzos le resultaban familiares; aunque no en aquellas ropas
pomposas. El desconocido levantó su
taza. Tiako dudó. Aquel no era su brindis. Pero era un hombre derrotado
por la guerra, así que alzó su taza y bebió de un trago su raki. El
desconocido lo imitó.
—¡Muy bien, soldado! —Echó una risotada
y le dio una palmada en un hombro—. Ponle lo que quiera tomarse. Barra libre
—dijo dirigiéndose al camarero.
Tiako permaneció con la cabeza gacha
mientras el desconocido subía por unas escaleras al piso superior y
desaparecía en una habitación.
—¿Quién es? —preguntó Tiako.
El tabernero le sirvió otro raki.
—¿No lo reconoces? El predicador.
Con una mano, Tiako apretó con fuerza la taza de raki y, con la otra, buscó estérilmente el collar de conchas en el zurrón. La culpa por su cobardía humedeció sus ojos.
—¿Te acuerdas de mí? —Tiako echó un
trago.
El tabernero se disponía a responder, pero el viejo de la
esquina se le adelantó.
—El hijo de Tameka. La guerra no era
lo que esperabas, ¿eh? —Un silencio tenso invadió la taberna—. Siento lo de tu
madre, chico. —Ya nadie le llamaba así.
El corazón de Tiako se aceleró y por un
momento deseó clavar su espada en el pecho del impertinente anciano. Alertado por el
rostro demudado de Tiako, el tabernero intervino:
—¿No lo sabes? Pensé que habías venido
por eso. —Le llenó la taza—. Ha muerto. Ayer la enterraron.
—¡Mientes! —Tiako agarró al tabernero
por la camisa y lo atrajo hacia sí.
El tabernero comprendió que aquel
hombre, antes un chico, podía ensartarlo, revolverle las tripas y luego
seguir bebiendo raki como si nada hubiese sucedido
—Tranquilízate, hombre. Lo lamento. Las
cosas por aquí no han ido bien. Para
nadie.
Al oír el alboroto, la esposa del
tabernero salió de la cocina para poner fin a la disputa.
—Tiako, ¡suéltalo! —Tiako tornó la
mirada hacia la rolliza mujer y atemperó la rabia que desprendía su semblante—.
Será mejor que te sientes. —La mujer se acercó a él, lo agarró de un brazo y lo
acompañó hasta la banqueta más cercana—. Prepárale una midaka —le dijo a su
marido.
El llanto que asomaba en los ojos de Tiako se desbordó nada más tomar
asiento. La mujer se sentó junto a él, lo calmó y lo puso al día. Dos años
seguidos de malas cosechas y la avaricia de los recaudadores de impuestos,
habían llevado a muchos campesinos a la ruina. Solo habían podido sobrevivir hipotecando
sus propiedades. En los peores tiempos, la bruja y el predicador dispusieron de
abundante grano y sobrado oro. De qué se conocían y de dónde los sacaban era un
misterio. Prestaron con usura. Muchos no pudieron devolver los
créditos y perdieron sus granjas. Así, la bruja y el predicador se adueñaron de
buena parte de la comarca.
—Tu madre y tu abuelo entre ellos.
Pasaron mucha hambre y lo perdieron todo. Tu madre enfermó y después de una
larga agonía falleció.
—¿Y mi abuelo?
El tabernero depositó la humeante
mindaka en la mesa y respondió:
—Todavía vive, espero. Lo vi ayer en el
entierro y casi no se tenía en pie.
El tabernero volvió a la barra.
—Pasa mucha hambre, Tiako, mucha —dijo
la tabernera.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Supongo que en vuestra granja. La
bruja y el predicador no tienen prisa. Pueden esperar hasta que se muera.
Después de agradecer el trato recibido, Tiako se levantó y marchó hacia su granja.
Corría con ansia. La brisa aún fría de comienzos de la primavera golpeaba su cara y arrastraba sus lágrimas. La guerra había abotagado su raciocinio porque solo pensaba en sobrevivir. No en matar o morir, sino en resistir. Todo su ser estaba concentrado en esa tarea. Pero al fin había abierto los ojos. Y odiaba lo que veía: su tragedia. Su irreparable error le estrujaba el espíritu.
Abrió la puerta de la casa y al fondo,
entre la polvorienta neblina, atisbó un camastro donde reposaba su abuelo. O lo
que quedaba de él. Estaba vivo. O algo semejante.
—Tiako, ¿eres tú?
—Sí, abuelo —Se arrodilló a la
vera del lecho.
Su abuelo era un arrugado pellejo
cubierto de harapos.
—Sabía que volverías. —Tiako apretó las
frías manos del viejo—. Nunca debiste habernos abandonado. —El viejo lo miró
con los ojos de cristal que anuncian la inminencia de la muerte.
—Lo siento, abuelo. —Tiako lloraba
desconsolado—. ¡Qué podía hacer! —Posó la cabeza sobre la cama y, por
última vez, repitió su vana excusa—: Debía cumplir con las últimas palabras
de mi padre: cuidar de lo nuestro.
—De lo nuestro, Tiako, de lo nuestro.
El viejo lo perdonó y se murió.
Excelente relato bien ambientado y transmite ese sabor amargo que siempre han dejado los conflictos belicos a todos los que han participado. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que te haya gustado.
EliminarHermoso relato, muy interesante historia
ResponderEliminarMuchas gracias por dedicar este hermosa historia a mi abuelito Ramón saludos bendiciones desde México 🤗🥰
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