Frank

 



Mientras se sonaba los mocos y la puerta del ascensor se abría, la oficina lo obsequió con el silencio que ocupaba el lugar de la algarabía cotidiana. Bueno para su dolor de cabeza, pero más raro que un billete de quinientos. Permaneció con el pañuelo pegado a la nariz un buen instante asombrado por el aturdimiento que asolaba su lugar de trabajo. Alyn, la petarda, en vez de chismorrear, contemplaba la sala de reuniones con la boca abierta y los ojos inflados. Solo unos machacones golpes sordos rompían la calma.

    Guardó el pañuelo y se preguntó qué estaría pasando. Llegaba tarde a la reunión, pero dudaba de que ese fuese el motivo de que la oficina hubiese mudado en un museo de cera. Detestaba a la mayor parte de aquellos figurines. Con gusto les plantaría fuego y retornaría a casa; tan tranquilo, con la calma de una mañana de domingo. Pero si no lo había hecho en veinte años, tampoco lo haría aquella apestosa mañana de lunes, así que postergó sus ensoñaciones y salió del ascensor. También de su ignorancia.

  Erráticos brochazos de sangre cubrían la pared de cristal de la sala de reuniones. La pecera, así era conocida. Sesos grisáceos y abundantes vísceras completaban el macabro bodegón. Se quedó tieso como una barra de pan de tres días y apretó el asa de su cartera de cuero curtido por años de oficina, agarrándola como un náufrago un madero. A través del pringoso cristal, contempló como Janice —«la cachonda de recursos humanos»— golpeaba la cabeza de un hombre contra la mesa. La cabeza, sin el tronco. Diría que había pertenecido a Phillip, el director de márquetin; aunque no podía asegurarlo. A cada golpe, un chorro de sangre se esparcía para configurar la obra visionaria de un artista enloquecido. Dilató las pupilas. Juraría que el ovni era un ojo.   

­—¿Qué ha pasado?

Alyn respondió sin mirarlo.

—Se ha vuelto loca, Todd.

Aunque la furia de Janice lo cautivaba, lanzó un efímero golpe de ojos a los rollizos mofletes de Alyn antes de retomar su pasmo.

—Dime algo que no sepa.

A Alyn le gustaba hablar y no se lo pensó dos veces:

—Llegó con una catana, entró en la sala y no dejó títere con cabeza. —No era una metáfora.

Todd debía de haber asistido a aquella reunión transmutada en barbarie desquiciada, pero un atasco se lo había impedido y le había salvado el pellejo. Se arrepentía de haberlo maldecido. También de haber insultado al calvo del todoterreno; aunque seguía pensado lo mismo: coche grande, polla pequeña.

—Pero… ¿por qué? —«Vaya pregunta».

Alyn movía la cabeza arriba y abajo al ritmo que le marcaba el vapuleo de la mesa de la pecera y tardó en responder, pero había preguntado a la persona correcta y, cuando llegó, la información fue buena:  

—Tenía un rollo con el buenorro de márquetin. —Alyn se ajustó las gafas—. Parece que no estaba muy contenta. —«Así que el mosquita muerta le ponía los cuernos a su mujer».

Janice debió de cansarse de estrujar las ideas de Phillip porque arrojó su cabeza al suelo y se pasó el reverso de la mano ensangrentada por los labios. Para limpiarlos o para saborearla, difícil de decir. Se colocó la falda y la chaqueta del traje y suspiró. Sonreía. Parecía feliz. Amansó un revoltoso mechón de cabello y salió de la sala. Portaba la catana y avanzaba con los ojos clavados en Todd. Caminaba como si pisase las cabezas de sus admiradores con sus tacones de aguja. La falda de tubo marcaba sus caderas bamboleantes. Todd deseaba salir corriendo. Pero tenía tanto miedo que era incapaz de moverse. Aun así, se empalmó. Estaba muy buena.

Al llegar a su altura, Janice se detuvo. Todd miraba la catana en su mano derecha y pensaba en su pescuezo. Tragó saliva. Estaba aterrado a pesar de que el rostro de Janice reflejaba una subyugante satisfacción. La claridad de su mirada, la ternura de sus mejillas, la placidez de su sonrisa, la exquisitez de sus patas de gallo… Nunca había visto nada igual. 

Cuando ya aguardaba un mandoble que le cercenase el cuello y aplacase su dolor de cabeza, Janice lo besó. Sus carnosos labios se pegaron a los suyos y el beso lo absorbió. Ni pestañeó. Solo el movimiento de su nuez denotaba que estaba vivo. 

Lo soltó y siguió su camino perseguida por todos los pares de ojos presentes en la oficina y todavía en sus cabezas. Se abrió la puerta del ascensor y dos guardias de seguridad emergieron empuñando sendas pistolas. 

—¡Tira el arma!  —conminó uno.

Aylin movía la boca como un pez de colores.

—¡Al suelo! —ordenó el otro.

Janice, sin perder la serenidad ni la sonrisa, abrió la mano y la catana cayó al suelo. Se arrodilló. Los guardias se abalanzaron sobre ella y la esposaron. 

Como si alguien le hubiese dado al play, la oficina recuperó el bullicio y los empleados comenzaron a correr de aquí para allá. Unos buscaban sus móviles, otros iban al baño, otros se acercaban a la sala de reuniones a curiosear sin atreverse a entrar, otros se agolpaban en torno a los guardias y la asesina. Unos pocos ocupaban sus escritorios para usar el ordenador. Tal era el trasiego que, en cuanto las fregonas limpiasen la sala de reuniones, diríase que allí no había pasado nada.

Ajeno al alboroto, Todd continuó inmóvil unos instantes, hasta que un resorte lo empujó hacia la sala de reuniones. Entró, observó y dibujó una sonrisa. Janice, la cachonda, se había despachado a gusto. Y, aunque nadie se lo agradecería, había liberado al mundo de una pandilla de capullos. Se sentía bien y  henchido de buen ánimo. De la congestión nasal y el dolor de cabeza, ni el recuerdo. Con indiferencia, apartó la cabeza de Phillip de una ligera patada y luego limpió el zapato en la americana del director general. 

Aflojó el nudo de la corbata y abandonó la sala. Atravesó la oficina ignorando el barullo y, cuando ya se disponía a abrir la puerta de la escalera de emergencia, escuchó su nombre en la atiplada voz de Alyn.

—¿Todd, a dónde vas?

—Me tomo el día libre, petarda.

Aylin tardó un buen rato en cerrar la boca. Todd tuvo tiempo de sobra para meterse la mano en el bolsillo y rascarse los huevos.

Al salir a la calle, tomó a la izquierda y dobló la esquina. Dos manzanas después, arribó al KFC. Adoraba su pollo frito. Pidió un cubo grande de alitas, se sirvió un refresco de cola y se sentó en un lugar apartado. En menos de cinco minutos se cepilló medio cubo. No tenía hambre, pero sí apetito. Y al pollo grasiento del KFC podían buscársele muchos defectos, pero tenía la virtud de satisfacerlo.

—Hola ­—al oír el saludo casi se traga un hueso—, ¿cómo te va, Todd?

—¡Qué coño!

—Un «¿qué tal Frank?» hubiese estado mejor, ¿no crees, amigo?

Para digerir las palabras de su «amigo», Todd agarró el vaso de refresco y se llevó la pajita a la boca.

—Déjame en paz, estoy comiendo. —Dio un largo sorbo—. ¿Qué quieres? —Posó el vaso.

—Le estás dando vueltas, ¿no es así?

Todd introdujo una alita en la boca y extrajo un hueso limpio como la cartera del contribuyente. Se chupó los dedos, se limpió la boca con una servilleta de papel y se levantó.

La sección de herramientas de un hipermercado es una maravilla: hay de todo. Todd recorrió los pasillos regocijándose en los utensilios y dejando volar la imaginación. Escogió un martillo de uña. Era pequeño, fácil de manejar y le cabía en la cartera. Pagó en caja y se largó.

Después de recoger su coche en el aparcamiento del centro comercial, recorrió casi una veintena de quilómetros hasta que llegó a un chalet modernista en primera línea de playa que acogía uno de los mejores burdeles de la ciudad.

—¿No había un puticlub más cercano?

—Cierra el puto pico, Frank. Un pordiosero como tú nunca ha estado en un lugar así.

Después de aparcar en el paseo marítimo, se encaminó a la vivienda y llamó al videoportero. No tardó en responderle una voz femenina lijada por años de promiscuo revoltijo de sexo y dinero.

—Me alegro de verte, Todd. Entra. —Después de oír el chasquido, empujó la puerta y entró.

—Tiene buena pinta el garito.

—De lo mejor de la ciudad, Frank —aseveró Todd.

Conocía la casa y se dirigió a un salón que daba a un jardín con piscina en la parte posterior. Lo recibió una exuberante treintañera en lencería negra.

 —Siéntate. Ahora vienen las chicas.

Nada más aposentar el culo irrumpieron tres muchachas jóvenes, alegres y guapas únicamente cubiertas con reducidas y coquetas braguitas.  Cada una de un color: rosa, rojo y blanco. Todd las contempló con la cartera en el regazo y eligió:

—La de las bragas rosas.

—Arizona, cariñosa y complaciente. Buena elección, Todd —dijo la madame.

—¡Te gustan con buenas tetas, cabronazo!

—¡Vete a la mierda, Frank!

La madame lo miró extrañado.

—Perdona, Todd, ¿qué has dicho? ¿Hablabas conmigo?

Todd abrió la cartera y extrajo el martillo.  

—¿Vas a hacerlo?

Se incorporó.

—Claro, Frank, claro.

La madame dio un paso atrás preguntándose a que venía aquello. No tuvo tiempo para más. ¡Zas! Martillazo en la sien. La mujer se derrumbó ya fiambre. Todd exhibió las encías en una sonrisa grotesca. Armó el brazo y le asestó otro golpe con el martillo que se introdujo por la cuenca del ojo izquierdo. Un surtidor de sangre ensució la alfombra y la camisa de Todd. 

Después de asimilar la sorpresa, las chicas chillaron y echaron a correr despavoridas. Cada una hacia donde su instinto la condujo. Una hacia la puerta de la calle, otra hacia las escaleras que ascendían a la planta superior y la tercera hacia el jardín. Aunque con cierta dificultad, Todd extrajo el martillo de la cuenca ocular de la madame y se lo lanzó a la chica que buscaba la salvación en el jardín. Le clavó la uña en la nuca. Se desplomó contra la puerta corredera  y el cristal se fragmentó en mil pedazos. La chica de las bragas blancas ya chillaba desaforadamente en la calle pidiendo ayuda, mientras, la de las rosas remataba de ascender la escalera. Todd se dirigió con calma hacia la de las rojas y recogió el martillo de su cabeza. Después, se lo espetó varias veces en el cráneo hasta que sus sesos espachurrados se mezclaron con los añicos de la cristalera y la cara de Todd se colmó de sangre; su alma de éxtasis. 

Con los ojos repletos de euforia, abandonó el cuerpo de la chica de las bragas rojas y subió al piso de arriba. Sus pasos silentes apenas dejaban huella en la moqueta de los escalones. Mientras ascendía canturreaba:  

How many roads must a man walk down

Before you call him a man

—No te escondas, pajarito, te encontraré. —Avanzó por el pasillo y entró en el primer cuarto a la derecha—. ¡Pajarito! ¡Sal de la jaula, pajarito!

How many seas  must a white dove sail

Before she sleeps in the sand

—En el armario, Todd, mira en el armario.

—Pues claro, Frank, ¿te crees que soy idiota?

How many times must the cannonballs fly

Before they are forever banned.

Abrió la puerta del armario y dio con el pajarito de bragas rosas refugiado entre una ristra de artilugios sadomasoquistas. Todd se acercó. Ni un dedo entre sus rostros. La orina de la chica empapó sus bragas y se deslizó por la piel de gallina de sus temblorosas piernas. Todd la agarró por la cabellera, la besó con frenesí y el miedo de Arizona se desvaneció.

Un policía irrumpió en el cuarto.

—¡Alto! —gritó apuntándolo con una pistola—. ¡Apártese de ella!

A pesar de la advertencia, Todd no cejó en su vehemente beso hasta que dos balas en el dorso truncaron su pasión y le arrebataron la vida.

Al pasar a su lado, Mason reparó en la chica que comía sentada en un taburete en la barra. Era guapa, pero solo le dedicó un golpe de ojo guiado por el inevitable instinto animal. Tenía la cabeza en otro lado. El fisco lo estaba abrasando. Amenazaba con arruinarlo y llevarlo a la cárcel. Deseaba cargarse a todos esos burócratas pretenciosos. Irrumpiría en sus oficinas armado con un fusil y, municionado hasta los dientes, repartiría balas a mansalva hasta convertirlos en quesos de Gruyere. 

Con sus anhelos a cuestas se sentó en una esquina y pidió un whisky doble. Volvió a mirar a la chica. Tenía algo. «¿Con quién habla?», se preguntó.

En una mano el cuchillo, en la otra el tenedor. Ambos brazos apoyados en la barra. Había pedido un entrecot sangrante y lo devoraba con fruición. Masticaba la carne saboreando cada mordisco. Nunca un bistec le había sabido tanto. Aún prendada como estaba de la vianda, no se le escapaba que el individuo de la izquierda no le quitaba ojo de las tetas. Trasegaba una cerveza y la espuma decoraba su barba de redneck.  

—¿Por qué Arizona como nombre de guerra? ¿Eres de allí?

—No. —Bebió un trago de vino tinto—. Es solo un nombre.

Lo que se temía: el redneck se acercó con andares chulescos y un cigarrillo humeante en los labios. Mason observaba mientras degustaba su whisky. No apostaría ni diez centavos por el palurdo: la chica lo despacharía antes de que su nuez engullese la cerveza que acababa de beber. 

 —Estás muy buena, pero no muy bien de la azotea. —Se quitó el cigarrillo de la boca y le echó el humo en la cara—. ¿Con quién coño estás hablando?

Arizona tragó el bocado.

—¿Vas a hacerlo?

Apretó el mango del cuchillo.

      —Claro, Frank, claro. 


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