Maik - La casa de las muñecas rotas
El semanario Das Fenster, con sede en Frankfurt, lideraba el periodismo de investigación alemán y Maik Bauer podía presumir de ser su más afamado adalid, pero, en los últimos años, solo había firmado un puñado de porquería y fingía ser periodista para olvidar el regusto amargo de su penitente existencia. O eso era lo que quería creer. Realmente, lo hacía para costearse la bebida, sufragar la hipoteca y satisfacer el primer día de cada mes la pensión de su ex. Cobraba bien, era famoso y lo requerían de la tele, la radio y hasta, en una ocasión, del colegio de su hijo. No declinaba las invitaciones, pero, antes de acudir, se sacudía varios lingotazos de ron para espesar la mente, alegrar el aliento y que no volviesen a llamarlo. No siempre lo conseguía.
Varias podían ser las razones de su declive.
Tal vez se estaba volviendo viejo, si bien, a sus treinta y ocho, su jubilación
resultaba prematura. Quizás, después de su divorcio, ya no era el mismo; aunque
su mujer lo había abandonado mucho antes del papeleo y él a su mujer y a su hijo
incluso antes. O, a lo mejor, sólo debía
beber un poco menos, aunque le doliese el mundo y la soledad le triturase el alma.
Fuese como fuese, debía parir algo que
dibujase una holgada sonrisa en la cara Tío Gilito de los jefazos o se iban a
hartar. Su nómina no era moco de pavo. Para inventarse el horóscopo, sus servicios
salían un poco caros y escribir boberías podía hacerlo cualquier novato de
pluma ágil e imaginación calenturienta.
Schulz, el editor jefe, lo
llamó a su despacho. Se levantó indolentemente de su escritorio y, de una caja de
cartón al lado del ordenador, extrajo un ibuprofeno. Aquella mañana, la resaca le estaba
demoliendo los sesos y la reunión con Schulz solo podía agravar el suplicio. Lo
engulló por el camino, sin agua, a pelo, lamentando haber dejado la petaca en
casa.
Llamó a la puerta y Schulz le dio paso. Antes
de que hubiese acabado de pronunciar la antepenúltima sílaba ya estaba dentro,
pero permaneció al lado de la puerta. No le gustaba adentrarse en los despachos
de los de arriba: podía acostumbrarse.
—Hola, Maik, espero que tengas un buen día —dijo Schulz sin quitar la vista del ordenador.
—Estaba siendo un día tan apestoso como cualquier otro hasta que me has
llamado, Schulz, pero ahora ha empeorado.
De una estantería a su derecha, agarró una de
esas pretenciosas figurillas con las que los incapaces premian a aquellos que
hacen bien su trabajo para ocultar su mediocridad o a
los que han chupado tantas pollas que van por el mundo con la boca abierta como
pececillos de colores pavoneándose en la pecera mientras su amo les vierte la comida del bote comprado en el supermercado a cero noventa y nueve la
unidad. Ojeó la figurilla con desdén y la repuso en su lugar. La estantería
estaba repleta de ellas. Todas detestables según su parecer.
Robert, que así había bautizado el cura a
Schulz, había ingresado en el equipo de investigación de Maik, pero era un
fiera y no tardó en dirigir el suyo. Al cabo de unos pocos años, los jefazos lo nombraron editor jefe. A sus ojos,
aunque los gerifaltes rebuscasen en lo más profundo del infierno, no encontrarían
uno mejor. Y eso que el averno debe de rebosar hijos de puta.
Maik lo vacilaba, pero sabía que era un perro
de presa que olía la información, la mordía y no aflojaba aunque le clavasen un
hierro candente en el hocico. Maik guardaba otras maneras; más anárquico e
instintivo, incluso un poco holgazán, aparentaba dejarse arrastrar por los
acontecimientos hasta que —¡voilà! — sacaba un conejo de la chistera y tocaba la tecla que hacía sonar la
noticia.
Aunque solo un año mayor que Maik, Schulz ya
peinaba abundantes canas que inundaban una media melena otrora enteramente negra
y recogida en una corta coleta. Su cabeza cuadrada coronaba un talle robusto,
pero de escasa altura. Arrastraba el centro de gravedad a poca distancia del
suelo, sobre un potente tren inferior, de los que cuando cogen carrerilla y
embisten, mejor atarse los machos. Vestía de traje y corbata, aunque la camisa
no le aguantase del pecho y el botón del cuello amenazase con salir disparado y
dejarte ciego de un ojo. Schulz encarnaba la antítesis de Maik, quien lucía
alto y estilizado como una estrella de cine sin trabajo en los últimos dos
lustros y presumía de finos cabellos trigueños, barba de tres días y unos
cautivadores ojos azules grisáceos.
Maik reparó en que Schulz había echado un poco
de panza. Instintivamente bajó la cabeza y se miró la suya. Podía jactarse de
no tenerla.
—No, cabronazo, a pesar de todos los litros de cerveza que trasiegas y
la porquería que comes aún te puedes ver los cojones —dijo Schulz mientras se quitaba las menudas y redondas gafas de montura
metálica.
—Después de todas las curdas que nos hemos agarrado juntos ya deberías
saber que no bebo cerveza.
Schulz casi se echa a reír. Claro que lo sabía,
pero lo conocía y no se le escapaba que detrás de la pinta de maldito se escondía
un ingenuo, así que se inclinó hacia delante, puso los codos encima del
escritorio, cruzó las manos y remató la jugada:
—Ni comes.
Como el golpe fue suave, Maik lo encajó sin
inmutarse y se sentó en la butaca frente al escritorio. Con cara de «a ver que
me cuentas», se reclinó y cruzó las piernas. Sus inefables zapatillas de lona,
altas y azules casi rozaban la nariz de Schulz. Con la llegada del frío, las
calzaba con gruesos calcetines de lana y, por eso, disponía de varios pares en
dos tamaños, los de invierno un número mayor. Las tenía en tres colores —blanco, verde y azul—, pero no por el
frío, sino por coquetería.
—¿Conoces el reportaje que está preparando el equipo de Müller sobre las
redes europeas de tráfico de cocaína? —preguntó
Schulz.
—Te crees que soy de la sexta. —Desde esa
planta los burócratas de administración le amargaban la vida al resto del
mundo.
—Necesito que les eches una mano. —Habría
podido ordenárselo, pero sabía que era mejor pedírselo y darle un poco de coba.
Se lo había ganado.
—¡Venga, tío! No puedo. ¿Quién va a hacer el crucigrama?
Que Schulz le besase el culo le divertía y rogar un poco no le vendría mal. Su mujer le
agradecería que sudase unas gotas para afinar la tripa. No era de las que te
giras al verlas pasar, sino de las que, cuando las conoces, las echas de menos
si no las ves. Schulz y ella hacían una buena pareja. Con su vida en los
suburbios llevando los niños a jugar al fútbol los sábados por la mañana y al
centro comercial por la tarde, formaban un matrimonio sólido, sin alharacas,
pero robusto como un antiguo coche alemán. Maik los envidiaba.
—Les falta una pieza para ultimar el reportaje.
Sin ella, el puzle no estaba completo y no
había artículo. Para colocarla, Schulz lo necesitaba e intuía que no iba a ponérselo
fácil. Debía ir con tino o huiría en estampida como una manada de búfalos.
—¿Cuál?
—Galicia, las Rías Bajas. —Schulz respondió de
carrerilla, con tal atropello que el GoogleMaps no se habría enterado de nada,
pero Maik sí. Y no se lo tomó bien.
—No me jodas, Robert —dijo Maik
levantando la voz e incorporándose de un brinco.
—No puedo enviar a otro —se excusó Schulz.
—¡Venga ya! —Schulz dejó que se desbravase—. Hay en
Alemania dos mil periodistas que podrían ir allí y en un fin de semana destapar
todo el entramado de tráfico de cocaína que tienen montado esos gañanes
lameculos de los colombianos.
—Pero ninguno conoce la zona como tú.
Schulz abrió el cajón de su escritorio y Maik
aprovechó su oportunidad para asestar un golpe:
—Que sean dos.
Dudó un momento, pero agarró una carpeta ocre
de cartón sobre la que reposaba una botella de escocés medio llena. Cerró la
gaveta y se puso las gafas.
—Uno de los principales narcos de la región —abrió la carpeta y leyó—, Manuel Souto Gómez,
alias el Crecho, nos ha concedido una entrevista.
Tenía que haber una buena razón para que un narco
de relumbrón se prestase a ser entrevistado y Maik preguntó por ella:
—¿Una entrevista? ¿Por qué? ¿Un capo? ¿Qué va ser lo próximo que haga,
un reality?
—Supongo que quiere presumir. —«Es decir, no
tienes ni idea», concluyó Maik—. Ha puesto una
condición.
—Sorpréndeme.
Maik tanteó la goma de la suela de las
zapatillas. Se estaba despegando. Pronto debería comprar otras.
—Que se la hagas tú.
A Maik se le escapó una carcajada.
—¿Pero de qué me conoce ese tío?
—Dice que solo hablará con el mejor y que el mejor eres tú. —Schulz se ajustó las gafas con el índice—. Eres una celebridad, tío. A ver si te enteras. —La vanidad no era uno de los muchos pecados de Maik y la fama no le
importaba más que a un niño un juguete roto.
—¿El mejor en qué? ¿En tirarme pedos silenciosos y malolientes? —Tampoco el refinamiento una de sus pocas virtudes.
Schulz se sumó a la fiesta de la zafiedad:
—No lo sé, pero en un concurso de mear más lejos serías el segundo.
Schulz lo conocía bien y la arrogancia era una
de las cruces que arrastraba, tanto que muchos lo tachaban de la lista nada más
olerlo. Lo acompañaba allá dónde fuese. A menudo, llegaba antes que él.
—Después de Scheidemann. —Maik se puso serio y miro hacia arriba—. El mejor.
Schulz también adoptó un aire digno y ratificó
sus palabras.
—El mejor.
—¡Saca el whisky! Scheidemann
bien se merece un brindis.
En lugar de seguirle el juego, Schulz extrajo de
la carpeta una foto del capo. Se la mostró y Maik la ojeó con aparente desgana.
—Ya te hemos comprado el vuelo. Sales mañana.
—¡Mañana! ¿Y a quién le dejo el gato?
Schulz captó la ironía: había aceptado el encargo. Lo había
hecho porque sabía que no le quedaba otra y por algo más que no estaba
dispuesto a reconocer.
—Tú no tienes un puto gato —dijo Schulz con
fingido hartazgo—. Si lo tuvieses, ya te lo habrías comido.
Maik volvió a sentarse y a cruzar las piernas.
Se reclinó y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Soy todo oídos.
—Tres cosas.
—Abrevia.
Schulz bajó la cabeza para leer el informe.
—Te hemos reservado habitación en un hotel de Vilavedra.
—Solo me alojo en hoteles de cinco estrellas, ya lo sabes.
—Claro, y yo solo bebo Don Pérignon. —Schulz le entregó la carpeta—. Hemos
contratado un detective privado de Vigo. Estará a tu disposición para lo que
necesites. En la carpeta está todo.
—¿Todo? —preguntó Maik con exageración y guasa.
—Bueno, no hemos incluido vales descuento para el bar del hotel.
—Sois unos puñeteros rácanos. —Se levantó y
se largó seguido por la socarrona mirada de Schulz, pero, cuando ya salía por
la puerta, se detuvo y se giró—. ¿Y qué más?
—¿Cómo que qué más?
Schulz fingió sorpresa, pero aguardaba la
pregunta. Sabía que a Maik no se le escurrían los detalles. Si un orejudo
elefante de lunares sin trompa se cruzase en su camino, repararía en que le
faltaba la punta del rabo. Por eso, las piezas de caza mayor de su carrera
periodística las había cobrado prestando atención a aparentemente nimios
pormenores que otros habían ignorado.
—Has dicho tres cosas.
La sonrisa burlona de Schulz le indicó que
había tragado el anzuelo y se arrepintió de haber abierto la boca. Aguardó la
mofa.
—¡Ah! Sí, lo olvidaba, remienda esos vaqueros de rebelde sin causa. —Schulz se colocó las gafas para seguir con lo que había dejado aparcado—. Mejor, cómprate unos nuevos.
LA CASA DE LAS MUÑECAS ROTAS. Más información aquí: https://bit.ly/3wCYZCb
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