Suso - La casa de las muñecas rotas
Suso contemplaba la
ría desde la atalaya del Castro. A sus pies, la ciudad de Vigo se extendía por
las colinas hasta toparse con el puerto y los astilleros. Los barcos
descalabrados, las grúas perezosas y los contenedores hambrientos dominaban los
muelles, regazo de mercancías de medio mundo y pesca de todos los océanos.
Algunos veleros desafiaban la mar rizada y el estoico transbordador que unía la
ciudad con la otra orilla cumplía su eterno retorno. Oteando tierra adentro, el
puente de Rande colgaba entre las dos riberas de la ría.
En aquella ciudad rebelde, ajena tanto a las más elementales
normas de la geometría como a la autoridad de diseños y planes urbanísticos, lo
habían criado sus padres; en el barrio del Calvario, donde aún residía y durante los peores años de la reconversión industrial. Allí había forjado su
carácter, entre padres desempleados, madres que no llegaban a fin de mes y
niños sin caprichos; entre revoltosas callejuelas e impenitentes cuestas; entre
los sermones de los hermanos maristas y las desvergonzadas ofertas de las
rameras de la Ferrería; entre los grandes astilleros y las pequeñas huertas;
entre los sábados de rock and roll y
los domingos en la aldea.
Nunca había vivido en ningún otro lugar, a excepción de seis
meses de su juventud enrolado en un arrastrero congelador que pescaba pota y
calamar en el caladero de las Malvinas, pero, como aquello jamás lo había
considerado vida, nunca lo consignaba en su currículo. Tampoco solía viajar
demasiado, pues nada echaba en falta. En su ciudad tenía todo lo que necesitaba:
en Casa Adolfo los mejores callos con garbanzos y una deliciosa bica de Castro
Caldelas, en el Bar Salvaterra las partidas de tute subastado más bullangueras
a este lado del Padornelo y en su barrio su despacho, donde desempeñaba el
oficio para el cual había nacido, el de detective privado.
Encendió un Ducados, se lo llevó a los labios, aspiró y
tragó el humo con fruición, luego lo
exhaló con fuerza. Vestía una parka del Ejército alemán y se cubrió con la
capucha para protegerse del frío viento del norte que soplaba aquella
desapacible mañana de noviembre. De estatura ni fu ni fa, entre uno setenta y
algo y uno setenta y muchos, pero recio y musculoso; de gimnasio. Canoso
precoz, exhibía una abundante barba blanca impecablemente recortada junto con
también níveos cabellos peinados hacia atrás al modo de Travolta en Grease. Así desde los catorce. Solo
había mudado el color: de negro a blanco. Y no por su voluntad. Aunque dejar de
escuchar música anglosajona y sus sucedáneos al abandonar la adolescencia sí
había sido cosa suya.
Se quitó las gafas de sol para limpiarlas con una gamuza que
guardaba en el bolsillo de sus vaqueros grises. Las escudriñó y, una vez se
hubo asegurado de que estaban bien limpias, las colocó de nuevo entre su nariz
aguileña y su frente estrecha. El tenue sol de noviembre no requería protección
ocular alguna, pero, al igual que la parka, las gafas de sol formaban parte de
su perenne atuendo. Las gafas más aún, pues de la parka prescindía cuando la
ira del sol abrasaba las empinadas calles de su inclinada ciudad.
Una chica de largas piernas embutidas en unas mallas rosas
pasó corriendo a su lado y bajó las gafas hasta la punta de la nariz para
mirarle mejor el culo. Observó también como el barrendero, que recogía las
hojas caídas, detenía su faena para curiosear la carrera de la joven. Llevaba
buen ritmo y pronto se alejó por el boulevard del parque. Tanto Suso como el
barrendero volvieron a lo suyo.
—No te inquietes, mamón, ya estamos aquí.
Reconoció inmediatamente el tono chulesco. Pertenecía a un
orondo grandullón trajeado con cara de mastín napolitano que ejercía de
inspector de la Policía Nacional.
—Toby.
Al pasmarote no le gustó el apodo y le propinó un puñetazo
en el antebrazo, con brío y ansia, pero sin perder la forzada sonrisa y meneando el sebo como si fuese gelatina. Le
dolió, pero mantuvo la compostura.
—Aguanta, mierdecillas.
El insulto lo apuntó en el debe de un segundo madero, canijo
y calvorota, que parecía uno de esos chuchos enanos que te revientan con sus
agudos ladridos, se te prenden de la pernera
y tienes que sacártelos de encima con una coz en el hocico.
—Boby.
Al retaco tampoco le hizo gracia alguna el mote, pero, en
vez de responder con un mamporro, se tiró un sonoro cuesco. Viéndolo zamparse
el bocata de jamón asado ya se atisbaba que el menda no era un dechado de
refinamiento. La flatulencia no hizo más que proclamarlo.
—Salvas en honor de tu padre, Guimeráns.
La puya se le clavó en el corazón. Su padre había sido un
policía honrado. Mucho más de lo que podía decirse de aquellas dos comadrejas. Había
muerto tiroteado por una terrorista de los GRAPO en un control rutinario de
carreteras siendo él un niño. Su padre y un compañero dieron el alto a un Dyane
6 ocupado por una pareja joven. Cuando se acercaron al auto, la chica disparó cuatro
tiros con un subfusil de fabricación checa. Uno alcanzó a su padre en la
cabeza. Se quedó tieso al instante. Su compañero tuvo mejor suerte y solo
recibió un disparo en un brazo que no le dejó secuelas.
Los terroristas huyeron, aunque la muchacha apareció
torturada, violada y muerta dos años
después en un basurero de Ourense. En un polémico juicio con intenso eco en la
prensa de la época, cuatro policías
nacionales fueron absueltos de su violación y asesinato. Suso los había visto
en su casa. Un verano, estudiaba en su cuarto las matemáticas que arrastraba
para septiembre y escuchó la conversación que aquellos policías mantenían con
su madre.
Años después, ya adulto, le preguntó a su madre si había
valido la pena. Ella le respondió que al llanto por su padre se había sumado la
carga por la atroz muerte de su asesina y le preguntó si creía que eso era
justicia. Suso aún se hacía la misma cuestión
todos los días. Y no sabría decir si compartía la opinión de su madre.
Dio la última calada al cigarrillo y lo tiró. Estaba allí
por negocios. Para su desgracia, debía tratar con dos policías corruptos a los
que habría crujido todos los huesos si su placa no los protegiese. Aunque
ninguno destacaba por lumbreras, cada uno a su manera era un cabronazo. Y como
juntos formaban un gran par de miserables, no le convenía cabrearlos. El perro
pigmeo tenía fama de sembrar fiambres por cavernosos callejones y al seboso le
iban los donuts y los imberbes. Se
podía permitir algunas licencias porque los untaba, pero conocía sus límites.
Por no medir correctamente, después de algún encuentro con aquel par de
rufianes, ya se había visto obligado a rendir visita al ambulatorio para una
cura de primeros auxilios.
—Okey, soplones,
al grano. ¿Qué podéis contarme del Crecho?
—¿Y a ti que te importa lo que haga el Crecho, vieja
chismosa?
—No es asunto tuyo, Toby, desembucha.
Toby lo miró desafiante para dejarle claro quien mandaba
allí. A Suso no le apetecía jugar a ver quién la tiene más grande, pero, en
situación de ventaja, los dos mostrencos siempre se la sacaban para alardear y
regocijarse en su meada.
—Suelta la pasta —dijo el enorme pedazo de manteca.
Sacó un sobre del bolsillo interior de la parka que Boby le
arrancó de las manos para contar los billetes con los ojos bien abiertos de
codicia y la punta de la lengua asomándole entre los labios finos como rayas. Suso
casi diría que jadeaba. Sus tratos con la pareja perruna se remontaban a cinco
años atrás e indefectiblemente el pocacosa agarraba la pasta de malos modos y
después la contaba, siempre dos veces, aunque nunca les había escatimado ni un
solo céntimo.
—Vamos a tener que subirte la tarifa, rata entrometida, por
malhablado —dijo Boby antes de guardar el sobre en el bolsillo interior de la
americana.
Toby le entregó una carpeta de cartón con el membrete de la
Policía Nacional y lo informó:
—Un barco en alta mar espera para descargar varias toneladas
de cocaína. Está todo en el dossier.
LA CASA DE LAS MUÑECAS ROTAS. Más información aquí.
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ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que sea así. La novela saldrá publicada en Amazon tanto en papel como en ebook mañana día 9 de junio o tal vez, si se retrasan, el día 10.
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