Iago - La casa de las muñecas rotas
Después de un fin de semana colérico en el que las lluvias habían
inundado los campos y el viento arrancado árboles y
tejados, Pedro agradecía el ambiente fosco pero calmo de aquella anodina mañana
de lunes aún oculta por un remolón manto de niebla otoñal. De lunes a sábado,
transitaba por aquella irritante carretera con su achacosa furgoneta de reparto.
Ya no sabría decir si con los ojos abiertos o cerrados. Conocía todas las
curvas y todos los baches, que no eran pocos, ni unas ni otros.
En la soledad del angosto valle y asombrado
por una selva de eucaliptos, el humilde puente sobre el río Ornando evocaba a
la gavilla de famélicos desgraciados que lo habían construido recién finalizada
la guerra civil en penitencia por haber perdido la contienda y solo Dios sabe
cuántas otras querellas que a la Historia le traen al fresco. Aparcó a un lado
de la carretera, se acercó a la barandilla del puente y se bajó la cremallera
de los vaqueros.
Todos los días al levantarse, se duchaba y se
afeitaba, pero nunca orinaba. Lo dejaba para el Ornando. Le complacía
contemplar el chorro mientras descendía hasta mezclarse con el agua del cauce e
imaginaba que emprendía viaje a algún lugar distante y exótico. Pensaba que así
la meada devenía más poética que si efectuada en un retrete, agujero pequeño y
oscuro que conduce a otro más grande y tenebroso. Por eso los sábados iba de
putas, para disfrutar por sesenta euros durante media hora de un sueño casposo
que lo consolase de un matrimonio aburrido. Y por ser un balaperdida, claro. Lo
era antes de casarse y lo seguía siendo.
Después de un par de sacudidas, reparó en el
coche aparcado al otro lado del puente. Supuso que pertenecería a un pescador o
a un parroquiano pasando revista a sus montes. Le extrañó que la puerta
delantera estuviese entreabierta y oteó a su alrededor por si atisbaba a su propietario,
pero no divisó a nadie. Se subió la cremallera y, aunque la curiosidad le
cosquilleaba en el cogote, se dirigió a la furgoneta para reemprender la ruta.
Ya agarraba la manilla de la puerta cuando mudó de parecer y decidió echar un
vistazo.
Se encaminó al desamparado vehículo y, al atravesar
el puente, observó un cabo atado a la barandilla del otro lado. Quizás, si hubiese
estado anudado torpemente, lo habría ignorado, pero, como antes de repartir pan
había sido marinero, el impecable nudo de ballestrinque no le pasó desapercibido.
Cruzó la calzada para comprobar si colgaba algo de él. Asomó la cabeza y vio el
cadáver de un joven. Se asustó y retrocedió. Nervioso, sacó el móvil del
bolsillo de la trenca y llamó a la Policía.
LA CASA DE LAS MUÑECAS ROTAS. Más información aquí: https://bit.ly/3wCYZCb
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