La bola
Te aviso para que no te pille de sorpresa: estoy muerto. Más tieso que un gato despanzurrado. El que avisa no es traidor. ¡Calma! No te pongas a chillar como un niñato. ¿Nunca has visto un muerto? ¿No? Pues ya ves, nada raro. Un pedazo de carne alimento de gusanos, así que no te creas todas esas tonterías de las películas. No mordemos. Ni asustamos, ¡qué coño de miedo va a dar una masa de materia orgánica en descomposición! Solo puede amedrentar a un estúpido. No eres de esos, ¿verdad? Pues, hala, tranquilo y hablemos de lo que te trae por aquí.
Supongo que estás
interesado en mi vida o, al menos, en lo que me ocurrió. La curiosidad mató al
gato, ¿lo sabes, no? Para, no hace falta que me des explicaciones. A mí me da igual. No tienes ni idea de lo pasota que se vuelve uno cuando está muerto. Te lo contaré, siéntate,
¿ya estás? Pues tómatelo con calma. Take
it easy, colega. Me tomaría un café, cargado y con unas gotas de aguardiente,
pero ya no bebo. Ni café ni nada. Estoy muerto, ¿recuerdas? Ponte uno para ti.
Tenemos tiempo. Venga, espabila. Tic, tac, tic, tac… ¿Estás listo? ¿Sí?
¿Seguro? Vamos allá.
Yo era un niño gordito al que le gustaba leer. ¿Qué por qué me remonto al Pleistoceno? Relájate, listillo, que tampoco me morí tan viejo. Mira, si no empiezas por el principio, luego no se entiende nada. Así que… ¿Cómo decía el refrán? ¡Ah, sí! Despacito y buena letra. Bien, como te decía, yo era un crío que amaba la lectura. ¡Joder, si me gustaba! Me pasaba el día leyendo. En cualquier lugar: en mi cuarto, en el autobús, en la calle, en el baño,… Leía a todas horas. Pero al cazurro de mi padre no le gustaba y me abroncaba. Quería que hiciese cosas de hombres. No, no era un mal bicho, solo un gañán.
Detestaba decepcionarlo, lo admiraba, así que me ocultaba para escapar de su vigilancia. En el desván, teníamos un viejo armario de madera de cerezo en el que me encerraba con un libro y una linterna. Allí echaba horas leyendo. Fueron los mejores días de mi vida. Tío, todo el mundo debía probarlo: un lugar oscuro y solitario, un libro, una luz chica que solo alumbre la página, o, mejor aún, un párrafo, ¡y a soñar! Fue maravilloso.
Hasta que un día mi padre me descubrió. Me agarró por las orejas y me arrastró a mi habitación. Me arrojó en la cama y me advirtió que no se me ocurriese moverme. No lo hice, lo respetaba. Y lo temía. De mal humor era como un jabalí desbocado. Regresó con un gran barreño de plástico en el que cargó todos los libros que tenía en mi cuarto salvo los del colegio. Los guardó en un alpendre de la era cubiertos con una manta vieja. Me aleccionó con semblante severo y me prohibió tocarlos. ¡Qué no! Quítatelo de la cabeza. No era un mal bicho. Era así. Y me quería. ¿Qué lo dudas? Te digo que me quería y ya. ¿Quién te crees tú para juzgar a mi padre? Tienes suerte de que esté muerto porque si no te daba tal hostia que iba a resonar en Nueva Zelanda. Son las antípodas, ¿lo sabías, palurdo?
No levanté aquella manta hasta que mi padre murió cursando
yo el último año de carrera. Lo atropelló un camión. Lo espachurró. Está enterrado dos nichos más arriba, pero ya no queda nada de él, solo un puñado de huesos. La pobriña de
mi madre se quedó viuda antes de cumplir los cincuenta. Después del entierro,
salí a la era a tomar el fresco y deambulé hasta el alpendre donde mi padre
había guardado los libros. Llevaban allí más de diez años, casi quince. Reparé
en el barreño cubierto por la manta polvorienta y lo destapé. Al ver los libros,
sentí un pinchazo en el estómago; agudo como la punta de un clavo. Salí
corriendo sin mirar atrás. Por aquel entonces ya tenía la barriga un poco
hinchada; aunque aún la disimulaba. Después fue a más. Espera, quieto, no
adelantemos acontecimientos. Estoy yendo demasiado rápido. ¿Tienes prisa? Pues
hazte otro café.
El siguiente sábado después de haberme arrebatado los libros,
mi padre me despertó temprano y depositó una bolsa de deportes en mi
habitación para que vistiese la ropa que contenía. De futbolista. Ridículo. Odiaba
el fútbol. No entendía aquel juego. Me presenté de esa guisa en la cocina y mi
madre me dedicó una tierna sonrisa. Y eso en mi madre era mucho, créeme. Mi
padre soltó una gracieta y se carcajeó como un Papá Noel de un centro comercial. Cuando vi sus ojos iluminados casi doy un brinco de alegría.
Por primera vez en mi vida, sentí que estaba orgulloso de mí.
Me llevó a los campos deportivos y me puso en manos de un
entrenador panzudo y de cabello ralo que sudaba como si fuese un paño húmedo.
Me preguntó de qué quería jugar. ¡Yo no quería jugar! Quería irme a mi casa y
leer, leer y leer. Pero ya no tenía libros, ¿qué alternativa me quedaba? De
portero. Fue lo que respondí. Al menos no tendría que correr detrás del balón.
El tío llamó a otro crío y le dijo que me prestase unos guantes. Los miré como
si fuesen objetos voladores no identificados, pero me los puse. Luego, le echó
un grito al crío que ocupaba la portería para que la dejase libre y me empujó
«venga, chaval, a ver qué sabes hacer».
Tenías que haberme visto. Brillaba con mi traje nuevo sobre el campo embarrado. Bajo la portería, temiendo que se me cayese el travesaño encima y aún cautivado por las manoplas desmesuradas, miraba a la jauría estúpida corriendo detrás de la bola y rezaba para que no se acercase, pero un renacuajo, delgado como un perro vagabundo, me enfiló con el balón pegado al pie. ¡Cómo galopaba el endemoniado! Todos detrás de él, como una manada de búfalos. Me quedé paralizado, sin saber qué hacer. Deseaba espetar la cabeza en la tierra. El torvo correcaminos se acercó perseguido por la marabunta. Me encaró. Armó la pierna. Cerré los ojos. Resbalé y mi cara repelió la pelota que se perdió por la línea de fondo. Abrí los ojos y me levanté cubierto de barro.
Mis compañeros se abalanzaron sobre mí y me felicitaron llenándome de palmadas y abrazos que no valoré. Solo me interesaba mi padre. Lo miré. Suponía que se estaría riendo de mí, pero me equivocaba. De pie, aplaudía con su mirada colmada de orgullo y su sonrisa satisfecha. ¡Me hizo tan feliz! Tanto que no le di importancia al leve pinchazo que sentí en el estómago. Me pasé el resto del partido tirándome a por cuanto balón se ponía a mi alcance. Al final del juego, era una figura de barro con dos ojos contentos. El entrenador me elogió y fui el portero titular del equipo el resto de la liga.
Recuerdo el regreso a casa con mi padre al volante como uno de los momentos más felices de mi vida, aunque algo rebullía en mi abdomen. ¿Entiendes ahora por qué te cuento todo esto? Ese fue el primer día que lo sentí. ¿El qué? El pinchazo, palurdo, la dolencia en mis entrañas. Esa noche desapareció y lo olvidé. Creí que no regresaría. Me equivoqué. Permaneció conmigo para siempre, pero guardé el secreto.
Los fines de semana, junto con mis amigos, tomaba el
autobús, el siete. Te deja en la playa de Riazor. Desde allí caminábamos hasta el estadio. Algunos chicos iban con sus padres, pero yo lo hacía con la pandilla.
A mi padre, aunque asistiese a mis partidos, no le gustaba el fútbol. Le
hastiaba, como a mí, pero yo ejercí el papel de un perfecto farsante. En el campo, gritaba e insultaba al árbitro, cantaba los goles, simulaba emocionarme, aparentaba sufrimiento y,
al regresar a casa, me acurrucaba en la cama para soportar las espoladas en el
vientre, intensas como una cucharada de aceite de ricino. Jugué al fútbol hasta la universidad. Entonces, lo dejé. En primero. El día que se lo dije a mi padre dormí como un bebé. Ni un
solo puyazo. Le hice creer que no podía compaginar el fútbol con los
estudios, pero no era verdad: seguía odiando ese juego.
Lo que fuese que había dentro de mí no cesó de medrar. Me convertí en un jovenzuelo deformado por una abultada barriga henchida de eso. Me lo
imaginaba como una pelota. O, mejor, como un ovillo de lana putrefacta que
engordaba hilo a hilo, capa tras capa. ¿Qué maldita mano lo urdía? Me
preguntaba. Me tocaba la panza y lo sentía palpitar. Algunas noches me
levantaba, iba a la cocina y agarraba un cuchillo. Deseaba abrirme en canal,
extraerlo y arrojarlo por el desagüe del fregadero. Nunca me atreví. Soy un
cobarde. Avergonzado, me pasaba horas insomnes sentado en el suelo de la cocina
hasta que el frío me echaba de allí.
En alguna ocasión estuve tentado de contárselo a mi madre, pero me callé. ¿Por qué? Porque tenía miedo y vergüenza, idiota. Mi vida no era una maravilla, pero estaba bien, normal, regular, como la de todos, tirando…Como lo quieras expresar. Temía que todo cambiase si revelaba mi secreto y preferí que todo siguiese su rumbo. ¿Me entiendes? Claro que me entiendes, ¡cómo no lo vas a hacer! ¡Cálmate, tío! Me río porque me da la gana. No, no eres gracioso, eres patético. ¿Te jode que te lo diga? ¿Y qué? ¿Qué vas a hacerme? ¿Pegarme? ¡Estoy muerto, imbécil! Ves, ya me has hecho gritar y no me gusta perder los papeles. El tiempo que estuve vivo, que tampoco fue tanto, me ejercité para manejar mis sentimientos y no pienso olvidar la costumbre ahora que estoy muerto.
Mi madre imponía disciplina prusiana. Si me veía llorar, agarraba la zapatilla y me zurraba hasta que agotaba las lágrimas. Si me quejaba por algo, doble ración. Si sentía apego por algo, me lo arrebataba. Recuerdo que mis padres compraron un perro guardián y me encariñé de él. Cuando mi madre se apercibió, no tardó veinticuatro horas en desaparecer. Nunca más hubo un perro en casa. Y a mí me gustan los perros, perdón, me gustaban. Ahora viene alguno de vez en cuando y se mea sobre mi tumba. Si me desenterrase, me comería. ¡Hijo de perra! Sí, ya sé que en el caso de un cánido no es ningún insulto, pero tú me entiendes.
Conocí a la chica que sería mi esposa en el último año de universidad. En una discoteca. Todos los jueves acudía allí con mis amigos. Íbamos borrachos como cubas. Y a mí nunca me gustó beber, pero, si no me emborrachaba, ¿qué iba hacer? ¿Quedarme en la madriguera que habitábamos viendo la tele? Vale, no era la alegría de la huerta, lo sé, pero nunca fui un ermitaño. Era joven y quería divertirme. Aunque mi idea de una buena diversión no fuese hundirse en una masa agitada al ritmo de música de mierda a todo volumen. No se podía hablar. Y a mí me gustaba hablar. Mejor dicho, conversar. No de sesudeces ni en plan erudito como si tuviese colonia en la voz. No. Me valía charlar de cualquier cosa. De cualquier boludez. Pero quería comunicarme más allá del unga-unga de una pista de baile y los balbuceos de una barra colmada de borrachos.
Bueno, tío, pues aun así me pasé la carrera de bar en bar y de trompa en trompa. Como lo oyes. No quiero decir que no estudiase. Saqué la carrera en cuatro años con todo limpio en junio, pero hubiese querido hacer otras muchas cosas. No las hice porque me dejé arrastrar; por el ambiente, por las amistades, por mi desidia. Yo qué sé, pero me dejé llevar. Mis amigos no tuvieron culpa alguna, conste. Ya estoy muerto y no tengo necesidad de que nadie cargue con mi responsabilidad. Eran buena gente, son, todavía viven.
¿No te he dicho lo que estudié, verdad? No, no lo hice,
pero ya lo sabes. Derecho. ¿De pie? No, mamón, hice la carrera de Derecho. ¿Nunca
te han dicho que eres un idiota? Miles de veces. Ya. ¿Por qué estudié esa
castaña? Mira, si te digo la verdad, porque no sabía qué hacer. Mi madre me señaló el camino: sería funcionario. Estudiar Derecho ayuda para las oposiciones. Ya sabes cómo son, con tantas leyes y tantas gaitas. Y si no las sacas, siempre puedes abrir un despacho. Yo, querer, quería ser relojero. Encerrarme
en casa y, aislado del mundo, construir los relojes más precisos. ¿Te has
parado alguna vez a mirar las tripas de un reloj? Son tan perfectas, tan
bellas. Si le hubiese confesado a mi padre mi verdadera vocación, me habría encerrado
en un psiquiátrico. No lo hice, claro. Me matriculé en la universidad y mis
padres se congratularon de haber criado un hijo de provecho.
Recuerdo el día que fui a pagar la matrícula al banco. Un
día de comienzos de septiembre como otro cualquiera, o peor aún, yo qué sé. Ese
día me devoraron las punzadas. Agudas como nunca antes. Me incordiaron todo el santo
día. Me metí en cama, me tomé media docena de infusiones y un paracetamol, pero
el maldito bastardo siguió erre que erre. ¡Qué día, tío! Me tocaba el abdomen y
estaba duro como si tuviese una pelota de béisbol.
Pues acabé la carrera en cuatro años, hice un máster y
saqué las oposiciones. Así, ¡zas! Todo de corrido. ¿Mola el chasquido, eh? Pronto me quedaré sin carne y ya no podré hacerlo más. Una lástima. Al rematar la carrera,
me habría gustado tomarme varios meses libres para viajar por el mundo, pero mi
madre dijo que ni de coña. Obedecí y renuncié a mi sueño de visitar el
Amazonas. A los dos años de acabar la carrera ya estaba trabajando en la Xunta.
Funcionario de tipo A. Un curro en el que trabajas poco y sin apremios; y sin mucho jefecillo rompepelotas. Eres
funcionario. Ya sabes. Nada que ver con la privada. Y no cobras mal, aunque no
se puede decir que el trabajo sea muy estimulante.
Tres años después de comenzar en la Xunta me casé. Sí,
con mi novia, la que conocí en la discoteca. Calma, ya te cuento como fue. Yo
estaba en la barra bastante mamado mirando para la nada y ella se acercó a
pedir una copa. Se percató de que tenía la cremallera del pantalón bajada y me
preguntó si había abierto la jaula. No, no te voy a contar lo que respondí.
Además, tengo el recuerdo difuminado. Podría incluso decirte que borrado, pero
creo que algo flota en mi memoria, aunque bien podría ser una invención
reciente. Te diré que acabamos en su piso
y follamos toda la noche. Si te soy sincero, tampoco me acuerdo muy
bien. Para mí no era más que un rollete intrascendente. Y diría que para ella
también.
Ninguno de los dos ligaba mucho y repetimos. Y volvimos a
repetir. Tanto repetimos que acabamos yendo al cine y convirtiéndonos en novios. Luego nos prometimos. Ella me apremiaba para
casarnos, aunque yo no quería. Había conocido a otra chica que me gustaba. Era
mi media naranja. ¿Cursi? ¿Tú me vas a hablar de cursilería? Anda, cállate y
presta atención. Como te decía, era mi alma gemela. Así lo sentía y así lo creo
todavía hoy. Pero no quería hacerle daño a mi novia. Demasiados años de
noviazgo como para arrojarlos a la basura. Hice un amago de romper la relación,
pero ella me rogó que siguiésemos. Lo hice, aunque sabía que me equivocaba. El
dolor en el estómago me lo indicaba. Punzaba y punzaba. En aquel entonces, ya
exhibía una barriga prominente y llevaba ropa floja para disimularla.
No tardamos en casarnos. ¡Qué mala noche de bodas pasé!
Mi desdicha no me dio tregua. Estuve a punto de acudir al hospital para que me la
extirpasen y me liberasen de mi padecimiento. Durante dos años sobrellevamos el
matrimonio. No voy a decir que fuésemos dichosos. A mi ella no me hacía feliz.
Nada podía hacerme feliz. Y mi desgracia me lo recordaba todos los días. El
dolor ya era perenne. Y cada vez más agudo. Ella intentaba aparentar que todo
iba bien, pero era tan infeliz como yo, aunque lo ocultaba detrás de palabras
impostadas. Pero creo que para ella estaba bien así. Ella no buscaba la
felicidad, sino otra cosa: cumplir unos sueños, alcanzar unas metas o recorrer
un camino ineludible. No lo sé. Algo así. O sí la buscaba, pero se había
resignado. Yo que sé.
Al tercer año de matrimonio, la situación era muy difícil; tanto que tomé la decisión de abandonar mi trabajo y divorciarme. Por fin sería relojero. Soñaba con retirarme a una casa en las montañas y dedicarme en cuerpo y alma a fabricar relojes. Por primera vez, iba a hacer lo que deseaba de verdad. Fue también la única época de mi vida en la que mi padecimiento dio muestras de piedad y aminoró su tortura. No mucho, no te creas, pero tuve algunos días buenos. Días en lo que creí que todo cambiaría. Pero, aunque cada noche al llegar a casa, juraba que daría el paso, no me atrevía. Una y otra noche lo intentaba, pero mi voz se secaba y, antes de acostarme, mi padecimiento me aguijoneaba con renovados bríos.
La ligera mejoría solo fue una
ilusión. Acabé empeorando. Casi no comía y sin embargo mi barriga sobresalía
más gruesa que nunca. Como una montaña. Lo sentía dentro de mí. Cada vez más y
más grande. Todas las mañanas vomitaba un líquido negro, viscoso como la brea y
hediondo como el tufo de un oso hormiguero. ¿La mofeta? Una broma al lado del
oso comehormigas, chaval.
Mi esposa debió de olerse que estaba al límite y me
propuso tomarnos unas vacaciones para emprender mi anhelado viaje al Amazonas.
No me lo pensé dos veces. Lo vi como una oportunidad, no para salvar nuestra
relación, sino para atreverme a dar el paso y finiquitarla. Allá nos fuimos. Te
juro que iba a decírselo, pero ocurrió lo inesperado: se había quedado
embarazada. ¿Qué iba a hacer? No podía abandonar a mi hijo. ¡No me vengas con memeces
postmodernas! Sabes que un hombre tiene sus obligaciones. Las asumí. Y ya.
¡Pero a qué precio! Mi desgracia azuzaba
sin compasión y mi barriga amenazaba con reventar. Día tras día.
El día que nació mi hijo, llegué al límite. El dolor se volvió insoportable. Tuve que salir de la sala de partos para vomitar. No llegué al baño. Lo hice en el pasillo. ¡Qué guarrada, tío! Un celador me asistió y me condujo a urgencias. Me examinaron de arriba abajo mientras mi desdicha palpitaba como una bomba de relojería. Yo la imaginaba fétida. Si explotaba, aquello iba a oler peor que una piara de cerdos. Recuerdo como se veía en las ecografías. Una enorme bola arrugada, negra como la desgracia. Los facultativos la miraban estupefactos. Nunca habían visto nada igual y no sabían qué hacer. Hasta que el más viejo decidió recurrir a un antiguo códice de medicina proscrito por la ciencia y del cual conservaba un facsímil en su biblioteca.
Me
olvidaron durante un par de horas en mi cubículo absorbiendo suero en vena y
disfrutando de la monótona compañía de una pantalla que dibujaba curvas y emitía
pitidos. Volvieron en tropel. El viejo portaba un grueso y polvoriento libro de
tapas de cuero que posó sobre la cama, a mis pies. Un corro de galenos miraban
con los ojos abiertos. Pasó las hojas hasta que posó su dedo índice sobre una
de ellas. Acompañó el gesto con las palabras «es esto, hay que extirpar
inmediatamente». Todos abrieron la boca. Yo los miraba entre asustado y
desconcertado. Llamaron a una enfermera que manipuló el suero y al cabo de poco
tiempo me dormí.
Cuando desperté ya me habían operado. Podía notar que había perdido peso, el peso, mi peso, y me toqué la barriga vendada. Ya no estaba allí. A pesar de mi extrema debilidad me invadió la dicha. Toqué el timbre y acudió una enfermera. Nada más entrar en la habitación, salió disparada. No tardó en retornar acompañada del médico. Me preguntó cómo me sentía y le dije la verdad: muy débil, pero aliviado. Se esforzaba en ser amable, pero yo lo miraba y no me gustaba lo que veía. Su cara larga no auguraba nada bueno.
Le pregunté que ocurría y me dio la noticia: me
moría. En pocas horas, difunto. Kaput. Mis órganos vitales habían sufrido un
daño irreparable. La diñaría de un fallo multiorgánico. ¿Me preguntas cómo te
sientes cuando te dan la noticia de que te mueres irremediablemente? Pues, la
verdad, no sé decirte: como un estúpido, como un
cobarde, como un fracasado… Tenemos una
vida y la había desperdiciado. Lo vi claro. Fue una revelación. Supongo
que me ocurrió como a esos que ven la luz al final del túnel. Así percibí yo la inanidad de mi vida. La había malgastado. Sin posibilidad de rectificar, me
moría. Game over. Y, por mucho que rascase en el bolsillo, ya no tenía otra moneda.
Cuando la enfermera nos dejó solos, le pregunté al doctor
por la enfermedad que me había matado. No quería decírmelo y se fue por las
ramas. Le insistí en que me lo contase, pero aun así el hombre continuó con las
evasivas. Por último, le rogué. Tenía derecho a saber qué era aquello que me
había torturado desde mi infancia. Lloré y supliqué. Tenía el derecho. Lo
tenía. El médico bajó la mirada y se lo pensó. Luego, levantó la cabeza y me lo
contó.
Padecía una dolencia muy rara, ignorada por la medicina
convencional a pesar de estar atestiguada desde antiguo. Solo algunos vetustos tratados olvidados en el
sótano del saber lo referían. Se
desconocía el motivo, pero en algunas personas se desarrollaba y no cesaba de medrar hasta que reventaba y causaba la muerte del huésped. En otras, detenía
su crecimiento e incluso llegaba a desaparecer sin dejar ni rastro. En fases
tempranas de su desarrollo, se podía extirpar sin mayores problemas para la
salud del paciente, pero volvía a crecer rápidamente hasta hacerse aún mayor que
antes de la extracción salvo si el individuo daba un giro radical a su vida. En
ese caso, en ocasiones, no reaparecía. Se desconocía el motivo. Así es el
conocimiento médico, empírico e inductivo; y siempre incierto. Cuando ya se
hallaba muy desarrollado, como era mi caso, poco se podía hacer. Solo extirpar
y rezar para que el paciente sobreviviese. Ocurría en muy contados casos. Y no
había sido el mío.
Pero, ¿qué era? ¿Un absceso?¿Un tumor? ¿Un bubón? Ante mis preguntas, el médico
se mostró dubitativo. No se sabía. Todo eran teorías. No era un tumor, eso me
lo aseguró. Ni pus ni excrecencia alguna. Quizás por ello había sido ignorado por la medicina convencional: se
escapaba a su comprensión. Si bien, los primeros códices lo tenían claro: ese
amasijo mugriento era yo, mi auténtico yo luchando por salir a la luz.
No podía creerlo. Era una locura. Me estaba diciendo que me habían hecho una cesárea para parir un engendro. Le dije que era
imposible y que me lo mostrase, si era verdad lo que me estaba contando, lo
sabría al verlo. Al principio se resistió, pero no tardó en ceder. Supongo que
su alma científica quería comprobar si aquellas arcaicas teorías tenían algún fundamento.
Una enfermera lo trajo y me lo mostró. Aún palpitaba, aunque se moría, como yo. Y
lo percibí. Era yo. No se lo dije al médico. No fue necesario. Lo leyó en mis
ojos. Creo que se asustó. En realidad, no quería saberlo. Vivía confortablemente
instalado en las convenciones científicas asumidas y no quería emprender un
viaje al lado oscuro. Sin decir palabra, se fue y nos dejó solos. No tardamos
en morirnos, él y yo. O tal vez debería decir, yo y yo. ¿Y tú qué, palurdo? ¿Lo
sientes?
—Miguel,
despierta, nos vamos.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Estaba tirado en el
suelo de tierra de una choza de cañas y hojas. La luz se colaba por sus
paredes. A mi vera un cuenco vacío y una
esterilla de juncos. Nada más salvo la reconfortante sonrisa de Julia.
—¿Cuánto
tiempo llevo aquí? —Me costó pronunciar las palabras, tenía la boca seca.
Julia me ayudó a levantarme. Me balanceé y estuve a punto
de derrumbarme, pero logré mantener el equilibrio mientras recuperaba la
conciencia.
—Los
garimpeiros ya se van. Tenemos que
irnos con ellos o tendremos que esperar una semana.
—Sí,
vamos. ¿Y mi mochila?
—Está
todo en la canoa.
La embarcación surcaba las aguas del gran río y yo
contemplaba las lejanas orillas arrullado por los ruidos de la selva. Sentada delante
de mí, Julia dormitaba. Le toqué el hombro y se volvió para mirarme.
—¿Tomaste
la ayahuasca? —Le pregunté.
—No
me atreví.
—¿Por
qué?
—Estoy
embarazada.
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Me pareció muy entretenido, me gustó y tú próxima novela la casa de las muñecas rotas tiene muy buena pinta, enhorabuena y adelante.
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegro de que te haya gustado. La novela saldrá pronto, espero que un par de meses.
EliminarLo felicito por su bello y ameno relato estimado autor, felicidades dobles por su nueva novela, sé que tendrá un gran éxito. Dios lo bendiga y así mismo todos sus proyectos. gracias por compartir sus obras en CCI UTOPÍA POÉTICA UNIVERSAL, LOS POETAS MÁS GRANDES DEL MUNDO, FILIAL TAMAULIPAS.
ResponderEliminarMuchas gracias por sus palabras. Me alegro de que le haya gustado. Dios la bendiga.
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