El tertuliano



Tras otro sábado de una semana más de seis agotadores días de siete a dos, arribó a su apartamento arrastrando su fatiga como un alma su penar. Pasaban dos minutos de las dos de la mañana y su jornada había comenzado casi veinte horas antes.  Temprano, a las ocho y en la radio, tertulia de la mañana para desayuno de los currantes y alimento de la cháchara de los taxistas. A las once, tele, para las viejas y los parados. Almuerzo a la una. Antes, un par de cañas y una raya de coca, corta; controlaba. Por la tarde, redactar su columna diaria “Viento fresco” para el periódico de mayor tirada del país y para municionar asordadoras polémicas en las redes sociales. A las ocho, otro coloquio radiofónico, sobre economía, para los enteradillos. Después, un repaso en la tableta a la prensa del día, un café americano, un pincho de tortilla y una raya algo más corta; controlaba. A medianoche, debate en el canal de noticias para los insomnes y los parados, que todavía seguían enfrente. Volver a casa alrededor de una hora y, hala, las dos. Así todos los días, de lunes a sábado. Salvo los miércoles, que tocaba gatillazo con la presentadora del telediario.

Se dejó caer sobre el sofá como un gordo perezoso en una piscina, se quitó la corbata y la arrojó sobre la alfombra.  Su rutina solo le consentía cinco escasas horas de sueño e iba camino de convertirse en un saco de huesos con dos enormes ojeras; aun a pesar de los complementos vitamínicos que engullía como si fuesen palomitas de maíz. Se esforzó en derrotar al cansancio e impedir que sus párpados se derrumbasen. Debía cumplir con la rutinaria lectura de su columna. Lo hacía para descifrar fallos que juraba no repetir y recrearse en aciertos a los que recurrir. Empezaba por su nombre, Gustavo Alberca, y luego miraba su foto. Como era en blanco y negro, destacaba su cabellera cana, pero, sus ojos azules, que tan bien daban en cámara, no se apreciaban. Ya no llevaba gafas. Se había operado y ligaba más, si bien, para lo que le servía, quizás había dilapidado el dinero. Los gatillazos con la del telediario le estaban saliendo caros. 

Rescató su último brío y se incorporó para agarrar el periódico que todos los días la asistenta depositaba sobre la mesa chata y acristalada del salón. Al abrirlo por la segunda página, encontró su columna ocupada (o desocupada, según se mirase) por un larguísimo vacío, blanco como un soponcio. Pasó de hoja por si se había confundido, pero no estaba allí. Normal. Es que no tenía que estar allí. Debía estar en la primera columna de la segunda página. ¡Y, coño, no estaba! Posó el diario sobre la mesa y reflexionó. Se calmó. Un ejemplar defectuoso. Sonrió y se regañó por ser un bobo hipocondríaco. Se acostó, se cubrió con una manta fina  y juró dormir hasta el mediodía.

 Entreabrió los ojos, pero el sol radiante de una mañana primaveral inundaba el salón y necesitaba aclimatarse, así que los cerró  para, luego, abrirlos despacio hasta que la neblina se desvaneció y el nítido contraste le confirmó que no fantaseaba. Se sentía bien. Más aún, hacía mucho tiempo que no se apreciaba tan lozano. Irguió la cabeza por encima del sofá mostaza para ojear el inmenso reloj formado únicamente por dos agujas metálicas y un círculo plateado de números góticos sobre la pared gris pizarra de la parte posterior del salón. Marcaba las doce y media. Se maravilló. Había dormido hasta el mediodía tal como había prometido, más de diez horas contantes y sonantes. No le ocurría desde la adolescencia.

Se sentó y cotejó el periódico para cerciorarse de que no había sufrido una ensoñación causada por el agotamiento. Corroboró la materialidad de su turbadora experiencia nocturna al comprobar que su columna seguía tan vacía como una lata de sardinas relamida por un gato hambriento. Prometió  conservar aquel ejemplar; tal errata merecía el mejor de los tratos. Se acercó bostezando a la cocina, pulcra como la cocorota de un calvo, para prepararse una cápsula de café intenso. Por el camino se quitó la camisa. Sopló para enfriar el café y volvió al salón. Desabrochó el cinturón y sacó la camiseta de algodón sin mangas por fuera del pantalón. Encendió la tele y dio un sorbo al café.

Como todos los domingos con el primer café, se dispuso a visionar sus intervenciones televisivas de la semana grabadas en su Smart Tv de casi dos metros cuadrados, lo cual, en pulgadas, son muchas cuartas y, en euros, un dineral. Seleccionó la opción de grabaciones y se rascó un huevo. No había nada. Ni un ítem. Y estaba seguro de que había programado correctamente el endemoniado aparato. Pulsó varios botones, pero solo logró hacerse un lío y acabar en el catálogo del porno. Cuando logró regresar al menú de grabaciones, seguía sin haber nada; limpio, como su cocina. Se acabó el café mientras fantaseaba con una conspiración de traviesos duendes de la tecnología empeñados en frustrar su recreo dominical. Los imaginaba partiéndose de risa debajo del sofá. ¡Pues vaya, coña! Con gusto los espachurraría contra el suelo. Los pisotearía hasta que no fuesen más que negruzcas manchas en la madera. 

Quería creer que le gustaba revisar sus escritos y apariciones mediáticas porque era un perfeccionista. Y por impenitente narcisista lo era. ¡Joder si lo era! Él hablaba y se gustaba. Escribía y se deleitaba. Ironizaba y se regocijaba. Acertaba y se felicitaba. Se visionaba y se extasiaba. Se escuchaba y cerraba los ojos imaginando que su voz impregnaba la materia oscura universal con todos los colores del arco iris. El día que el semanal de su periódico le dedicó la portada con el título “El hombre más influyente de España” explotó de gozo como los fuegos artificiales el día del Apóstol. 

Aquel domingo sin poder leerse ni contemplarse prometía aburrimiento; aunque ya daba un poco igual. Se acercaba la hora de comer y le tocaba la niña, así que se espabiló y llamó a su ex para ir a recogerla. Con algún que otro malabarismo para no alejar el teléfono de la oreja, se quitó la camiseta de algodón. Al otro lado su ex respondió al primer toque. Supuso que aguardaba impaciente su llamada para poder confirmarle a sus amigas, las arpías, que contasen con ella para almorzar y vituperar a media humanidad. Especialmente a sus ex.

−Hola, Gustavo.

Se desabrochó los pantalones y dejó que le cayesen hasta los pies. Ayudándose primero de un pie y luego del otro se los quitó. Los dejó en el suelo.

−Maribel, buenos días, ya es un poco tarde, ¿estás en casa? Me paso ahora mismo a recoger a Julia. En media hora estoy ahí.

−¿Diga? Gustavo, ¿eres tú? No te oigo.

Se sentó en el sofá y se quitó los calcetines.

−Maribel, ¿me oyes?

Se levantó y se quitó los calzoncillos.

−¿Gustavo? No te oigo.

Apartó el teléfono de la oreja y lo miró entre extrañado y enfadado. Tampoco funcionaba. La tormenta tecnológica perfecta. Lo apretó con fuerza para contener el arrebato de escacharrarlo contra la pared. Iba a posarlo sobre la mesa cuando el ventanal cubierto de nubarrones grises le devolvió su reflejo desnudo y se sintió como un estúpido. Fue a la habitación. En el armario, agarró una camiseta y un pantalón corto. Los vistió y se calzó unas sandalias de cuero. Los fines de semana siempre vestía de sport. Odiaba el traje y la corbata. Formaban parte del trabajo y quería olvidarlo. Del primer cajón de la mesilla sacó una caja metálica rectangular de la cual extrajo una bolsita de cocaína y un tubo de aluminio. Se hizo una raya generosa y la inhaló. La necesitaba: demasiadas perturbaciones tecnológicas para una mañana de domingo.

Tendría que arriesgarse e ir a buscar  a la niña. Y, si no estaba en casa,  volver con las manos vacías. No recordaba dónde había dejado las llaves del coche. Las encontró en el bolsillo del pantalón del traje. Se miró al espejo antes de salir y se peinó. Maldijo las ojeras. Tenía que trabajar menos. Llamó al ascensor y miró la hora en el móvil; tarde de narices. Mientras descendía, se tapó la narina izquierda  presionando con el índice y aspiró. Repitió la operación con la derecha, pero presionando con el pulgar. La luna del ascensor le sirvió para peinarse de nuevo. Al llegar al portal, batió la puerta del piso del portero con dos comedidos aldabonazos. No tardó en abrirle un sexagenario diligente.

−Buenos días, Sr. Alberca, ¿en qué puedo ayudarle?

−Buenos días, Román –la cara del portero mutó de solícita a inquisitiva−, ¿le importaría decirle a  Jemima que no se olvide de sacar la basura en cuanto llegue? −Se frotó la nariz.

El portero no quería ser impertinente ni mucho menos tener un enfrentamiento con el residente más famoso de la comunidad y dudó. Si hubiese podido, habría mantenido la boca cerrada y asentido.

−Disculpe, Sr. Alberca, no entiendo nada de lo que dice. 

Suspiró. Aquel día estaba yéndose de madre. Del bolsillo del pantalón sacó un chicle, le quitó el envoltorio y lo lanzó a la boca.

−Le digo que si podría…  

−¿Cómo? Por favor, Sr. Alberca, podría hablar en español. No le entiendo.

Aceró el rostro para ocultar su desazón. El español era el único idioma que hablaba con fluidez. El inglés lo chapurreaba: perro dog, hamburguesa McDonalds y cuatro cosillas más. ¿Lo había visitado esa noche el Espíritu Santo? Estaría dispuesto a jurar que no, aunque quizás sí y por eso había dormido como los ángeles. En todo caso, si le había otorgado el don de lenguas, podía haber tenido el detalle de avisar.

No discutió. Se dio media vuelta y retornó a su apartamento. Llamó al ascensor, pero como tardaba galopó escaleras arriba. Mascaba chicle más rápido de lo que saltaba escalones de dos en dos. Al entrar, se percató de que había olvidado la luz encendida. Posó las llaves en el mueble del recibidor. Como un burro detrás de una zanahoria, fue al escritorio de su despacho. Se sentó  y encendió el ordenador. Entró en la web de la radio y buscó las tertulias de las mañanas. Suspiró, estaban allí. Pinchó en la del lunes. Escuchó. Comenzó el locutor y luego intervino un contertulio que despotricó contra el gobierno sin aparente intención de terminar antes de que el sol se convirtiese en una enana blanca; si bien, se acordaba perfectamente de que él daba la réplica. Pero, cuando llegó su turno, el falso silencio del ruido blanco se apoderó de los altavoces. Dio un puñetazo sobre el escritorio. No podía ser. Martes, miércoles... Revisó los seis días de la semana y, en todos, el maldito ruido blanco usurpador.

Se levantó súbitamente y agarró su libro “La manipulación de masas y los medios de comunicación contemporáneos” de la estantería. Había sido un best-seller. Todavía diez años después de su publicación continuaba proporcionándole suculentos royalties que solía derrochar en un hotel de lujo en las Maldivas. Se le cayó de las manos después de hojearlo y comprobar que estaba en blanco. Cuatrocientos setenta y cinco páginas inmaculadas. El fruto de una vida convertido en papel encuadernado y demasiado áspero para limpiarse el culo.  

Fue a la cocina y escupió el chicle en el cubo de la basura. Volvió al salón. Se frotó la nariz. Cogió otro libro al azar. Le tocó en suertes Las Analectas de Confucio. O de quien las haya escrito. No importa. Dicen que compendian sus enseñanzas. Había leído aquel libro en innumerables ocasiones; tantas como veces había añorado su futuro extraviado y penado su presente equivocado. Lo abrió por una página cualquiera y leyó el primer párrafo sobre el que cayó su mirada.

“Un erudito que no sea serio no inspirará respeto, y su sabiduría, por lo tanto, carecerá de estabilidad.”

Cerró el libro y lo devolvió a su estante. Se apoyó con ambos brazos en la estantería, bajó la cabeza y cerró los ojos. Necesitaba pensar, concentrarse. No podía. La mandíbula no quería estarse quieta. Se frotó la barbilla, luego la nariz. Debía espabilarse. Hacer algo. Se atusó los cabellos.

Agarró las llaves y no se olvidó de apagar la luz antes de cerrar la puerta. En el ascensor, camino del garaje, revolvió mentalmente los últimos sucesos sin atinar con un explicación lógica que lo liberase de su desconcierto. Contó todavía con más tiempo para agitar infructuosamente la sesera durante el viaje a casa de su ex.

Timbró y lo recibió la asistenta con cara de pocos amigos. Hacía tiempo que se había percatado de que no le caía bien y se preguntaba por qué. Sospechaba que su ex lo denigraba a sus espaldas y que la chica había concedido crédito a las conversaciones que fisgoneaba detrás de las puertas.  

−Le esperaba. 

Después del lacónico recibimiento, la chica giró con cierto aire marcial y le dio la espalda. Observó la maniobra y, acostumbrado como estaba, ignoró el desprecio.

−Por favor, Graciela, que no olvide el inhalador. 

La chica se detuvo en seco y se dio la vuelta como un toro sorprendido.

−¿Rebuzna? −Lo miró con cara boba−. Pero...

Gustavo insistió: 

−El inhalador para el asma.

−Y dale con los rebuznos. ¡Será payaso!

El asombro y el enojo peleaban por apoderarse del semblante de la chica Había soportado sus insinuaciones arrabaleras y sus cumplidos sin gracia durante años, así que de asnerías iba bien servida, pero nunca lo había visto tan metido en su papel. Era tan ridículo que le resultaba hilarante, aunque también la irritaba. No sabía si abofetearlo o carcajearse.

−Pero que dice de rebuznos ni que leches.  −Enfadado, levantó la voz−: ¡Está usted loca!

La chica evitó el cuerpo a cuerpo y retomó su camino meneando la cabeza.

−Rebuzne, que a burro no le gana nadie −dijo la chica alto, claro y sin detenerse.

 A Gustavo Alberca, periodista, columnista y tertuliano, el escozor de la rabia lo empujaba a la batalla. Le habría encantado continuar con el intercambio de recriminaciones, pero, al ver aparecer a su hija, mantuvo la boca cerrada y se ahorró el improperio que le restaba en el zurrón. La niña surgió como una flecha de una estancia al fondo del pasillo acarreando una mochila solo un palmo más pequeña que ella. Se escurrió entre él y la asistenta y corrió hacia el coche. Abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero exhibiendo una reluciente sonrisa que dejaba al descubierto un brillante bracket dental. Arrojó la mochila a la parte trasera y se abrochó el cinturón.

−¡Vamos, papi! Llegas tarde.

No era una orden, pero imposible no obedecer y, acuciado por la impaciencia de su hija, volvió al coche. La niña sonreía y balanceaba las piernas. Arrancó y condujo en silencio durante un buen rato hasta que la niña apagó la sonrisa, torció los labios hacia abajo y fingiendo exagerada tristeza le preguntó si estaba enfadado. Tenía miedo de hablar y tardó en responder, pero la apremiante mirada de su hija no le dejó alternativa. Contestó que no, si bien calló la alarma que arrastraba.

−¡Me alegro, papi! ¿A dónde vamos hoy? ¿Al zoo?

La miró con ojos de alma redimida y, por un momento, perdió el sentido de la conducción e invadió el carril contrario. Solo un brusco volantazo evitó la colisión frontal contra un quejumbroso utilitario guiado por un ama de casa a la que se le cinceló el pánico en el semblante. Instintivamente, protegió a su hija cruzándole un brazo por delante y después aparcó en el arcén.

−¿Me oyes?

La niña lo miró frunciendo el ceño a modo de regañina y, simulando un soniquete cansino para darle a entender que la pregunta era un poco tonta, respondió:

−Sí, papi. 

A Gustavo se le humedecieron los ojos e hizo un esfuerzo para sobreponer sus palabras al llanto.

−Tu mamá no puede oírme.

La niña dirigió su mirada al frente y le expuso el motivo con naturalidad:

−Porque a ella le has mentido mucho, papi.

−Nadie puede.

−Quizás les has contado demasiadas cosas, papi, y ahora ya no pueden oírte porque tus palabras ya no valen nada para ellos. 

Gustavo liberó el llanto.

−Tú puedes.

−Yo no creo que nadie sepa más que tú, papi; aunque Lucas diga que su papá es el más sabio de toda la Tierra, yo sé que no es cierto. 

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Comentarios

  1. Aunque no es un género que suelo leer, tiene buena pinta, suerte!

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  2. Qué tal. Pues no está mal el cuento, tiene potencial; pero debes trabajarlo más. El texto de Borges está de más porque no es significativo al relato que cuentas. Creo que debes aumentar la cantidad de personas que no entienden lo que habla el personaje principal o añadir más objetos que eliminen todo discurso que el personaje haya creado, así aumentará la tensión (como la Metamorfosis de Kafka, cuando Samsa no puede hablar). Luego, cuando vaya a recoger a su hija, deja en suspenso si la niña entiende lo que habla, córtalo ahí, que el lector llene ese vacío (a lo Raymond Carver). Hay palabras como "visionar", "aparatejo", "usurpador" que no suenan natural al texto. Y mejorar o eliminar frases como "de casi dos metros cuadrados, lo cual, en pulgadas, son muchas cuartas y, en euros, un dineral" (elimínalo: o haces un cuento kafkiano o a lo Ellis. Yo prefiero el kafkiano); "Se dejó caer sobre el sofá tal como se arroja un enorme saco de patatas después de acarrearlo tres pisos escaleras arriba" (el símil está muy forzado), "su columna seguía tan vacía como una lata de sardinas relamida por un gato hambriento" (mejorar el símil).
    Bueno, esos son las observaciones que te puedo hacer. Tu cuento va bien. Saludos.

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  3. Buen trabajo Fernando. Lograste crear la intriga. Espero el desenlace. Sugiero revisar un poco la cronología de las horas. Me perdí un poco. Mucho éxitos.

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  4. A mi me ha parecido muy atrayente e intrigante.
    No me interesa si tienes este estilo o este otro
    Lo he leído con fluidez.
    Los símiles me han encajado muy bien.
    Es más,me han divertido.
    Por buscarle alguna pega la niña interpreta con mucha madurez y sin sorpresa lo que el padre le explica y aún añade ella la explicación final.
    Un golpe de efecto y estaría perfecta para mí.
    Mi mejor intención en mi opinión.
    Un saludo.

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    1. Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado. Pensaré en lo que apuntas e intentaré ver si puedo meterle mano.

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  5. Pues a mi me gusto Fernando, gracias por compartirlo. Saludos

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