Puffyfeet




Abrió la puerta y, al levantar la vista que hasta al momento había apoyado en el suelo, se sobresaltó. Nunca, en los muchos años que llevaba desempeñando aquella tarea, había visto nada igual. Todo patas arriba. El gallinero embarullado como si la noche anterior se hubiese celebrado la fiesta de fin de año. Pero era julio. Finales, para ser más exacto; a dos días del Apóstol. Aún no era mediodía y ya hacía un calor que asustaba a las lagartijas. Los pies hinchados amenazaban con reventarle los zapatos, así que no estaba para cuentos.

¾Se acabó ¾dijo una que parecía liderar el cotarro.

Su tono chillón acabó de enfurecerlo. Iba a gritarle que se dedicase a sus asuntos, pero no tuvo ni tiempo de abrir la boca.

¾Tenemos dignidad ¾dijo otra.

 Se giró para echarle una mirada airada y de la oscuridad surgió un coro de voces secundándola:

¾¡Sí, la tenemos! ¡La tenemos!

Otro, todo gallito, arremetió por el  flanco que había dejado desguarnecido. 

¾No vas a llevarte lo que es nuestro.

¾¡No, no! ¡No vas a hacerlo! ¾insistió el coro.

Miró con ojos incrédulos a Ortro. Tal vez él pudiese explicarle lo que estaba ocurriendo, pero el muy cobarde guardó silencio evitando involucrarse en la disputa. Como represalia, lo empujó para que se apartase. Ortro no se dio por enterado y siguió a lo suyo: ver y callar. Lo volvió a mirar y se preguntó por el vínculo que los unía. El de colegas, seguro, era un hecho, pero no creía que el de la amistad. Sospechaba que Ortro le guardaba rencor por lo que le había hecho a su hija; si bien ella se lo había buscado.

¾Será mejor que te vayas ¾advirtió el gallito.

¾¡Vete, vete! ¾proclamaron las latosas voces de la negrura.

Malditos pies hinchados. Palpitaban como si fuesen el papo de un sapo y lo estaban machacando. Si lo dejasen en paz, iría a la lucha, que no lo dudasen, pero, con tal padecimiento, prefirió mantener la calma y esquivar la confrontación:

¾Yo solo hago mi trabajo.

De entre el cotarro emergió una voz calmada, apacible, pero firme. Aunque rebasaba ligeramente el susurro, se sobrepuso al alboroto como una sábana de seda se extiende sobre el lecho. Reconoció la voz de la más vieja. La conocía desde que era una cría.

¾Mira en lo que nos habéis convertido. No erais más que amedrentadas comadrejas ocultas en vuestros agujeros. La tierra, el cielo, los mares…Todo nos pertenecía. De norte a sur y de este a oeste. Y entonces…

La vio venir y la interrumpió:

¾Ya me sé la historia.

Habían mantenido aquella conversación cientos de veces. Y siempre acababan igual, enfadándose. La apreciaba y no quería volver una vez más sobre lo mismo. Le aburría. Pero, si habían montado todo aquel revuelo para darle la murga con el cuento sempiterno, tomaría represalias. Tendría que limpiar y ordenar todo. No les saldría gratis.

¾Tuvisteis suerte ¾intervino el gallito de nuevo.

El genio lo venció y ya no pudo  contenerse más.

¾¡Sí, la tuvimos! ¿Y qué? El destino, tío, asúmelo. ¿Qué sería de la vida sin los caprichos del destino, sin los vaivenes de la fortuna? 

¾¡Y se pone melodramático! ¾El gallito echó una carcajada para corroborar sus necias palabras.

¾¿Has leído a los clásicos, idiota? 

¾Nos mantienes en la ignorancia ¾dijo una que rezumaba ansias de protagonismo¾. Productividad es la única palabra que entiendes.

¾Sin el destino no existiría la tragedia. Ni aun la comedia.

La vieja lo miraba con indulgencia. Conocía su historia. Su desdicha. Su destino.

¾¡Explotador! ¾gritó la que primero había abierto la boca.

¾¡Explotador, explotador! ¾apoyó el coro.

Lo estaban sacando de quicio. 

¾¿Queréis que os cuente mi historia?

¾¡Bah! Nos tienes aburridos ¾dijo el gallito. 

Pues si ellas no querían escuchar, él tampoco iba a hacerlo.

¾Mirad, se acabó, yo no lancé ese meteorito. 

¾¿Quién fue? ¿Quién fue? ¾clamó el coro

¾Preguntadle a los dioses, solo ellos  pueden proporcionaros las explicaciones que procuráis.

¾Pues tienes cara de listo ¾dijo el gallito¾. Diría que se te dan bien los enigmas. 

El gallito celebró su ocurrencia con una insolente sonrisa que lo incitó a poner fin a aquella revuelta. Posó el cubo en el suelo y agarró la escoba presto a repartir estopa, pero una voz llamando por Ortro lo empujó a posponer sus intenciones. 

El can salió escopeteado meneando el rabo hacia quien lo llamaba. Rebulló a su alrededor dando saltitos y posando las patas sobre su bata blanca. El muy desagradecido, pensó. Merecía que lo enviase de nuevo a cuidar bueyes.     

¾Sr. Puffyfeet, ¿ya le ha dado de comer a las gallinas? ¾dijo el de la bata blanca con un tono de reproche que le alertó el tic nervioso del ojo izquierdo. 

No, aún no. Agarró de nuevo el caldero. Se había entretenido con la cháchara y  había olvidado la tarea. Se dijo que la culpa era de esas cotorras. Lo liaban y luego disimulaban. Observó cómo se hacían las lelas y picoteaban la tierra. Deseó que se les atragantase algún repugnante gusano. Las muy putas.

 

 

 


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