Frank

Mientras se sonaba los mocos y la puerta del ascensor se abría, la oficina lo obsequió con el silencio que ocupaba el lugar de la algarabía cotidiana. Bueno para su dolor de cabeza, pero más raro que un billete de quinientos. Permaneció con el pañuelo pegado a la nariz un buen instante asombrado por el aturdimiento que asolaba su lugar de trabajo. Alyn, la petarda, en vez de chismorrear, contemplaba la sala de reuniones con la boca abierta y los ojos inflados. Solo unos machacones golpes sordos rompían la calma. Guardó el pañuelo y se preguntó qué estaría pasando. Llegaba tarde a la reunión, pero dudaba de que ese fuese el motivo de que la oficina hubiese mudado en un museo de cera. Detestaba a la mayor parte de aquellos figurines. Con gusto les plantaría fuego y retornaría a casa; tan tranquilo, con la calma de una mañana de domingo. Pero si no lo había hecho en veinte años, tampoco lo haría aquella apestosa mañana de lunes, así que p ...