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La bola

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  Te aviso para que no te pille de sorpresa: estoy muerto. Más tieso que un gato despanzurrado. El que avisa no es traidor. ¡Calma! No te pongas a chillar como un niñato. ¿Nunca has visto un muerto? ¿No? Pues ya ves, nada raro. Un pedazo de carne alimento de gusanos, así que no te creas todas esas tonterías de las películas. No mordemos. Ni asustamos, ¡qué coño de miedo va a dar una masa de materia orgánica en descomposición! Solo puede amedrentar a un estúpido. No eres de esos, ¿verdad? Pues, hala, tranquilo y hablemos de lo que te trae por aquí.   Supongo que estás interesado en mi vida o, al menos, en lo que me ocurrió. La curiosidad mató al gato, ¿lo sabes, no? Para, no hace falta que me des explicaciones. A mí me da igual. No tienes ni idea de lo pasota que se vuelve uno cuando está muerto. Te lo contaré, siéntate, ¿ya estás? Pues tómatelo con calma. Take it easy , colega. Me tomaría un café, cargado y con unas gotas de aguardiente, pero ya no bebo. Ni café ni nada. Estoy muerto

El soldado

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  En memoria de Ramón Cháirez González (Durango, 1896 - Tempoal, 1979). La mañana había amanecido alegre y el villorrio campesino bullía caldeado por los animosos rayos de sol de aquel primaveral domingo de feria. Las risas de las mozas confirmaban que después del terco invierno las ganas de vivir afloraban. Las cadenciosas ofertas de los feriantes animaban el trasiego de carretas, personas y bestias y el tropel había convertido la tierra húmeda en un festivo lodazal. Tiako se había levantado con el alba y cabalgado cuatro leguas espoleando a su caballo Sandeka para llegar temprano al mercado. El propósito de comprar una azada para la hacienda familiar y un ungüento para los cansados huesos de su abuelo no podía compararse con aquel   de pedirle matrimonio a su amada Makía.   Había acudido t odos los exiguos días de invierno a la playa de la Arena Dorada para recoger las conchas más singulares y hermosas. Con ellas había elaborado un precioso collar con el que acompañar la petición d

El viejo

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  Aunque el resplandor espasmódico de la pantalla bailaba en la oscuridad como las brujas ante el fuego del aquelarre, el viejo dormía arrullado por el monótono soniquete de la televisión. Desde la muerte de su mujer, como ya nadie lo regañaba, en lugar de recogerse en el que durante más de setenta años había sido su lecho conyugal, permitía que el sueño indolente lo aferrase a su butaca mientras asistía, en el cine de su memoria, a la proyección de la película de su pasado. La única en cartelera. La disfrutaba toda la noche. A su edad tampoco era tan larga. Amanecía y los polvorientos rayos de luz se colaban por los resquicios de la persiana. Abrió los ojos y el mueble del comedor se entremezcló con sus recuerdos. Las fotos de su padre, de su madre, de su esposa, de su hijo, de su hija y la del joven que una vez había sido hormiguearon en sus pupilas. Todos muertos. Solo quedaba él. El viejo que era. Se levantó porque así lo había aprendido de pequeño: por la noche te acuestas, por