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El soldado

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  En memoria de Ramón Cháirez González (Durango, 1896 - Tempoal, 1979). La mañana había amanecido alegre y el villorrio campesino bullía caldeado por los animosos rayos de sol de aquel primaveral domingo de feria. Las risas de las mozas confirmaban que después del terco invierno las ganas de vivir afloraban. Las cadenciosas ofertas de los feriantes animaban el trasiego de carretas, personas y bestias y el tropel había convertido la tierra húmeda en un festivo lodazal. Tiako se había levantado con el alba y cabalgado cuatro leguas espoleando a su caballo Sandeka para llegar temprano al mercado. El propósito de comprar una azada para la hacienda familiar y un ungüento para los cansados huesos de su abuelo no podía compararse con aquel   de pedirle matrimonio a su amada Makía.   Había acudido t odos los exiguos días de invierno a la playa de la Arena Dorada para recoger las conchas más singulares y hermosas. Con ellas había elaborado un precioso collar con el que acompañar la petición d

El viejo

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  Aunque el resplandor espasmódico de la pantalla bailaba en la oscuridad como las brujas ante el fuego del aquelarre, el viejo dormía arrullado por el monótono soniquete de la televisión. Desde la muerte de su mujer, como ya nadie lo regañaba, en lugar de recogerse en el que durante más de setenta años había sido su lecho conyugal, permitía que el sueño indolente lo aferrase a su butaca mientras asistía, en el cine de su memoria, a la proyección de la película de su pasado. La única en cartelera. La disfrutaba toda la noche. A su edad tampoco era tan larga. Amanecía y los polvorientos rayos de luz se colaban por los resquicios de la persiana. Abrió los ojos y el mueble del comedor se entremezcló con sus recuerdos. Las fotos de su padre, de su madre, de su esposa, de su hijo, de su hija y la del joven que una vez había sido hormiguearon en sus pupilas. Todos muertos. Solo quedaba él. El viejo que era. Se levantó porque así lo había aprendido de pequeño: por la noche te acuestas, por

La madre

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  La misma medrosa aurora que diluía la oscuridad transformándola en penumbra caldeaba su piel embarrada. Le dolía y apretó los dientes. Cerró sus resquebrajadas manos labriegas y golpeó la puerta con los nudillos. La madera le devolvió su ronco son. Ninguna otra respuesta. Batió de nuevo. Y de nuevo solo la madera.  Apartó el cabello sucio que enturbiaba su mirada. Tenía las uñas largas como nunca antes y, aunque había corrido con todas sus fuerzas, no jadeaba. Ya no lo hacía.  Miró atrás buscándolo entre los árboles y e l tenue fulgor de un charco la obligó a entornar los ojos.  No lo vio, pero podía olerlo.  Aguzó el oído y oyó sus pasos quebrando la hojarasca. Cada vez más próximos. Avanzaba rápido. Hacia ella. Jaleado por el graznar de los cuervos.  A pesar de su porfía, no había logrado desembarazarse de él. Había huido de la cueva y, corriendo sin mirar atrás, se había internado en el bosque con la esperanza de esquivar su tenacidad. Se había adentrado en la ciénaga creyendo q